El vecino viste de verde
Si no hemos entrado en bucle es gracias a la paellita de los sábados, a los ‘televermuts’ que acaban en ‘teletardeos’ y a nuestros maravillosos vecinos
Faltan unos minutos para las siete de la mañana. En casa hace ya mucho que no suena la alarma. El despertador duerme en una cuna de colecho. Abro un ojo y la veo ahí, a mi izquierda, tan risueña, haciendo una invertida de esas que hacía en clase de yoga en mi otra vida, la de antes del confinamiento, la de antes de la maternidad. Abro el otro ojo, le sonrío, pega un grito. Vale, ya es de día. Aunque no entra el sol por la ventana, ella decide cuándo es de día. Y punto. Ahora es de día y toca jugar. Vuelve a gritar, por si no nos hemos enterado.
El confinamiento, con un bebé y dos padres...
Faltan unos minutos para las siete de la mañana. En casa hace ya mucho que no suena la alarma. El despertador duerme en una cuna de colecho. Abro un ojo y la veo ahí, a mi izquierda, tan risueña, haciendo una invertida de esas que hacía en clase de yoga en mi otra vida, la de antes del confinamiento, la de antes de la maternidad. Abro el otro ojo, le sonrío, pega un grito. Vale, ya es de día. Aunque no entra el sol por la ventana, ella decide cuándo es de día. Y punto. Ahora es de día y toca jugar. Vuelve a gritar, por si no nos hemos enterado.
El confinamiento, con un bebé y dos padres primerizos enganchados al teletrabajo no es fácil. Pero qué es fácil estos días.
Aquí se cambian pañales y se alimenta a la criatura cada dos horas. Y eso que creíamos que la niña no comía mucho (ya saben los padres: los percentiles y sus lecturas). Sin guardería, no damos abasto. Nos quedamos cortos con la compra. Nos faltan ollas limpias. Nos faltan manos. Y tiempo. Porque Olivia también teletrabaja. Y tiene videoconferencias de diez minutos con sus profesoras cuatro veces al día. Además, cuando no come (o duerme, menos de lo que querríamos), quiere jugar. Y puede jugar sola, pero tiene que verte. Si no, se lía a dar gritos. Otra vez. Al principio es graciosísima. Y tú gritas también. Y te ríes. A carcajadas, a veces. Hasta que te vences. ¿Pero cuándo dará por descubierta su capacidad pulmonar esta niña? Socorro. Que está experimentando, dicen. Pues que experimente calladita. Y así, empalmando una minicrisis con otra, avanza el día.
Los mayores de la casa nos separamos. Uno, al estudio. El otro, a la oficina que hemos montado en el salón-comedor, que el pisito no da para tanto. Y cuando la pequeña quiere hacer una siesta se habilita el tercer espacio, donde escribo estas líneas, por cierto: una estantería alta donde poner el portátil y poder dormir al bebé metido en su mochila de porteo. Llegas al teclado de milagro, pero puedes balancearte con una cadencia maravillosa que la deja frita. Y calladita.
Yo, que soy una maniática del orden, me he permitido dejar la cama sin hacer más de un día. Yo, que me creía muy divina, voy todo el día en leggings, descalza, ni un rastro de rímel y el pelo por planchar. Para compensar, me paso las horas poniéndome cremita en los labios. Blackberry shine, dice la barra. A ver si así brillo un poco y hago mejor cara, me digo. Sé que no termina de funcionar, pero no me da para más este confinamiento.
Entiendo que mis amigos —a los que veo casi más que antes de tanta telebirra y tanto televermut que hemos organizado— no están en modo teletrabajo como nosotros. Porque no paran de enviarme por Whatsapp planes para hacer mientras esté encerrada. Suerte del día que me guardo media horita para coger unas pesas y sudar un poco.
No entiendo cómo tenemos lleno, a rebosar, el cubo de la ropa sucia si andamos cada día en leggings y chándal. He asumido que haya que poner el lavavajillas a todas horas. Nunca nos habíamos sentado tanto a la mesa en esta casa. Y no me importa generar tantos escombros —y tantísimo cristal, de esta salimos con el hígado temblando— como para bajar al contenedor cada tarde.
Para saber en qué día del mes estamos miro el portátil. No me preocupo en acertar con el día de la semana. Solo sé que llevamos demasiado tiempo confinados. Y que he ido a comprar dos veces. Y a tirar la basura otras dos. Pero ya me he pedido el siguiente turno. Nunca me hizo tan feliz cargar con bolsas llenas de desechos.
Si no hemos entrado en bucle es gracias a la paellita de los sábados (y ya van dos), a los televermuts que acaban en teletardeos y a los vecinos maravillosos que esta crisis me ha presentado. Unos son los vecinos del sexto, una pareja joven que dejó una nota en el portal, la caligrafía perfecta, emoticonos incluidos, con las actividades que se ofrecían a hacer por todos nosotros en caso de necesidad. A otro lo conocí el segundo día de aplausos en la ventana (que el pisito no tiene balcón). Aplaudía yo y aplaudía él, justo en el edificio de enfrente. Se levantó las gafas y se frotó los ojos. El vecino está llorando, le dije a Víctor. ¡El vecino va vestido de verde, seguro que acaba de llegar del hospital!, le grité. Y me emocioné, como el vecino que viste de verde. Soy un poco sensiblera.
Por eso me alegra ver cómo sonríen mis amigos Jose y Sara, los dos sanitarios, con dos niñas como dos soles y una fuerza a prueba de bobos, que también hemos visto muchos estos días. Por eso se me hace un nudo en la garganta cuando pienso en mi padre, gerente de un supermercado en Valencia, trabajando en horario completo de lunes a sábado. El domingo se contenta con cocinar una paellita en casa y con leer un poco. Sigo con Patria, me dice. Qué apropiado. A ver si con Aramburu dejamos de mirarnos todos un poco menos el ombligo.