Sentirse culpable o pensar que no estamos tan mal

La madre evita las listas de tareas y se conforma con que la familia salga sana y cuerda de la cuarentena

La pequeña podría estar tres siglos leyendo en bucle cómics del Detective Conan.

Cuando empezó todo, la madre que protagoniza esto que leen tuvo malos pensamientos: si fuera rica y no fuera periodista, con esto del coronavirus hubiera sido de los insensatos que se han pirado a la segunda residencia. Pero no es rica, es periodista y no tiene segunda residencia. Y ahí está, en un tercero sin ascensor de 80 metros y techos altos; que quieras que no, suman metros cúbicos.

La madre de esto que leen vio el panorama del confinamiento a lo lejos y si en algo acertó fue en no invitar a las niñas (13 y 10 años)...

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Cuando empezó todo, la madre que protagoniza esto que leen tuvo malos pensamientos: si fuera rica y no fuera periodista, con esto del coronavirus hubiera sido de los insensatos que se han pirado a la segunda residencia. Pero no es rica, es periodista y no tiene segunda residencia. Y ahí está, en un tercero sin ascensor de 80 metros y techos altos; que quieras que no, suman metros cúbicos.

La madre de esto que leen vio el panorama del confinamiento a lo lejos y si en algo acertó fue en no invitar a las niñas (13 y 10 años) a programar horarios y tareas. Nah. A veces, la madre libra entre semana, y conoce la sensación de frustración de hacerse propósitos que luego no cumple. La culpa le persigue, pero siempre hay algo mejor que hacer que lo que está pendiente.

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Total, que pasan los días y hay ratos de todo: se convive, se trabaja, se hace algo de deberes, se cocina y se come saludable, se juega (poco, nunca han sido de juegos de mesa), se tira de pantallas (bastante)… y la tensión sube y baja. A veces, de puro no saber qué hacer, las niñas comienzan jugando y acaban que no sabes si se ríen o se hostian. Y la madre pega gritos. Y se siente fatal. “Soy la decibelios”, piensa. Lo normal, lo que la gente no cuenta, piensa. Que una cosa es estar juntos y ociosos; y otra la otra, que las menores estén sin cole y en arresto domiciliario, y los adultos currando.

En doce días en casa (desde el viernes 13, las niñas el 100% del tiempo) la madre puede afirmar sin mentir que a las 10 está la casa en orden y todo el mundo duchado y peinado y a lo suyo. A la mayor, algunos profesores del instituto le han pedido que siga las clases a la hora que toca. Y se sienta espontáneamente ante el portátil. Menos aburrimiento. Horas que no consume de las dos que tiene permitidas de móvil y que considera dramáticamente insuficientes.

La pequeña… ay. Los de su escuela se tomaron a rajatabla el temor del consejero de Educación a la brecha digital y a romper la equidad. Ni un triste mail los primeros días. Y, ella, la pequeña, podría sobrevivir tres siglos leyendo en bucle cómics del Detective Conan. Por fin han llegado algo de deberes, pero cuesta. Y el matrimonio pasa de convertir el confinamiento en una batalla.

La madre, trabajando en un periódico, tiene lío. Calle (la justa), llamadas y entrevistas, pendiente del frenesí anfetamínico de whatsapp. Ayer puso fin al martilleo de radios con informativos de fondo: a primera hora había cuatro sonando. Fue apagarlas y aplacar la tensión.

El padre teletrabaja y mantiene varias telereuniones al día. Llamadas durante las que se escucha a (otros) menores que (también) interrumpen a sus padres. “Calla un momentito que estoy trabajando” sería un buen hashtag coronavírico. El padre se ha adjudicado lo de ir a por víveres. Ventilarse un rato para no acabar como en Puerto Hurraco.

Es en un segundo plano, a través de Whatsapp, y rollo metalenguaje, donde se produce la metapresión. Madres del cole que proponen manualidades. Y las hacen. Alud de recomendaciones de apps educativas. Fotos de conocidos que miran pelis o hacen yoga “en familia”. Que meditan. Nivelazo. En este hogar, cuando la madre intentó dar una clase de pilates, al resto les dio un ataque de risa y ella se mosqueó. Solo el padre y la pequeña practican una cosa que llaman GAC: glúteos, abdomen… ¿y la ce, de qué era?.

Aquí, los padres sugirieron a las niñas escribir un diario. Sería una experiencia y lo recordarían siempre y tal. Las chavalas se esmeraron en elegir una libreta. Pero la mitad de los días acaba la jornada y no la han abierto. Si lo hacen, escriben telegramas: hoy he hecho tal y cual y pascual. La vida es así.

Y la madre se debate entre a) la admiración por lo que hacen otros, la culpa por no hacerlo y la envidia por las terrazas y sofás que tiene la peña; y b) pasar de lo anterior y pensar que no estamos tan mal. Que seguro que en las otras casas también gritan. Que pasará esto y ella no habrá leído, ni descansado, pero que tampoco lo hace sin coronavirus. Que ante todo mucha calma, que va para largo. Que el día que esto acabe, pillará la bici y pedaleará hasta pegársela con Forrest Gump. Que se conforman con salir sanos, con curro y sin daños matrimoniales ni parentales colaterales. Y que sus hijas son unas jabatas, porque hay que estar muy cuerdo para ser niño y/o adolescente y llevar ¡DOCE! días encerrado sin poder estar con los amigos ni achuchar a la abuela, y no perder la chaveta.

Metros cúbicos

Lugar de cuarentena. Un piso de Barcelona

Habitantes y edad: dos adultos y dos niñas

Carencias: Los padres matarían por un cuaderno escolar de vacaciones del que echar mano sin recurrir a (más) pantallas.

Libro y serie: El pes de la neu (Periscopi), dos hombres aislados bajo la nieve. Years & Years, viva el intercambio de contraseñas de Netxflix y HBO.

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