Las cosas en su sitio
Una crisis como esta es el precio que se cobra la globalización. A pagar globalmente, perfeccionando la globalización por tanto. Cierra fronteras, está claro, pero también obliga a intensificar la cooperación
Es la hora de la verdad. Como un meteorito, inesperado, intempestivo, nos ha golpeado este acontecimiento que todo lo altera. Los efectos son inmediatos, colosales, pero su naturaleza es todavía misteriosa, inquietante por tanto. No se ha dado a conocer del todo o no tenemos todavía los instrumentos para conocerlo. Aun sabiendo el impacto de su aparición, ignoramos su alcance exacto y su duración. No sabemos cómo vamos a enfrentarlo. Ni cómo serán nuestras sociedades tras su paso impregnado de un aire innombrable, apocalíptico.
Contrasta esta manifestación de la naturaleza de las cosas ...
Es la hora de la verdad. Como un meteorito, inesperado, intempestivo, nos ha golpeado este acontecimiento que todo lo altera. Los efectos son inmediatos, colosales, pero su naturaleza es todavía misteriosa, inquietante por tanto. No se ha dado a conocer del todo o no tenemos todavía los instrumentos para conocerlo. Aun sabiendo el impacto de su aparición, ignoramos su alcance exacto y su duración. No sabemos cómo vamos a enfrentarlo. Ni cómo serán nuestras sociedades tras su paso impregnado de un aire innombrable, apocalíptico.
Contrasta esta manifestación de la naturaleza de las cosas con el cultivo intenso que han hecho hasta ahora nuestras sociedades de la fuerza de la voluntad y del deseo. Este meteorito es lo contrario del derecho a decidir. Nosotros no tenemos nada que decir. Los márgenes de nuestras decisiones son únicamente defensivos. Decidimos que queremos combatirlo, o que aceptaremos pasivamente lo que nos pase, o incluso que haremos mofa y befa e ignoraremos su existencia.
No tiene nada que ver con lo que queramos y deseemos, pero tiene mucho que ver con lo que hemos querido y deseado. Una difusión viral de esta envergadura solo se produce en un planeta globalizado, donde las clases medias, las antiguas y las emergentes, han cambiado el mundo con su consumo, sus viajes y sus formas de vida. No hay epidemia en la historia que no tenga que ver con las comunicaciones y los transportes. Esta es la que corresponde a la época de la centralidad china en la nueva globalización.
Ante la soberanía de los individuos y de los pueblos se levanta la fuerza de una epidemia con gran capacidad letal. No hay independencia individual o colectiva que se oponga. Al contrario, lo que conviene es la máxima dependencia de los diagnósticos de los técnicos de salud y la obediencia además a las órdenes que sabrán deducir las autoridades políticas de los diferentes niveles. Todos atendemos a estas alturas a la voz autorizada del director general de la Organización Mundial de la Salud, el epidemiólogo etíope y especialista en malaria, Tedros Adhanom Ghebreyesus. Todos debemos seguir las instrucciones de las autoridades, sanitarias por supuesto.
No está claro que sea una forma de desglobalización, una especie de Trump en el terreno de los virus epizoóticos. Más bien es el precio que se cobra la globalización. A pagar globalmente, perfeccionando la globalización por tanto. Cierra fronteras, está claro, pero también obliga a intensificar la cooperación, a reforzar las instituciones internacionales y promover la solidaridad.
Las epidemias provocan reacciones contradictorias. Unas excelentes y otras execrables. Hay quien solo piensa en sacar provecho: económico o político. Son divisivas, pero también encienden las alarmas de la solidaridad y de la compasión. Provocan reacciones xenófobas o racistas, atraen a los mentirosos y a los conspiranoicos y estimulan a los falsos profetas y a los adivinos. Perfectas para tiempos populistas y apocalípticos con su cultivo de amenazas inminentes que claman por la autoridad, la dictadura y la restricción de las libertades.
No se trata tan solo de la conmoción que significa una amenaza masiva a la salud colectiva, sino que nos encontramos con una prueba de estrés para nuestro sistema de vida en sociedad. Todo esto lo conocemos perfectamente de la historia y de la gran literatura, de la mano de Defoe (El año de la peste) o de Albert Camus (La Peste), pero lo volvemos a experimentar en un doble registro extraño, de un lado en los subterráneos de las redes sociales, que es donde se conserva la vieja virulencia de la cultura medieval del miedo, del otro en la tranquilidad y la serenidad que demuestra la ciudadanía en todo el mundo, desde China hasta nuestro país.
La dimensión desconocida de la amenaza atiza todos los miedos y aviva los resentimientos: por los errores, los retrasos o las reacciones equivocadas. Pero la realidad es que las administraciones y las instituciones acaban funcionando. Funcionan la ciencia y la medicina, sus técnicos y sus instituciones. También los Estados, en todos sus niveles, incluso en modelos autoritarios como el de China, tienen una capacidad de resolución de las crisis que la humanidad no conocía hace muy pocos años.
Incluso los conflictos más vivos quedan ahogados o minimizados cuando nos jugamos lo que es más esencial, es decir, la vida y la libertad. Las cosas en su sitio. Esto es lo que provoca el meteorito que ha caído sobre nosotros y que ya no se irá. Habrá que repensarlo todo una vez ya está aquí. También los sueños independentistas, naturalmente. Ahora sí es el monotema, reconocido incluso por quienes lo inventaron y han vivido de él durante ocho años.
La anormalidad del coronavirus significa el retorno a una cierta normalidad, la que nos hace idénticos a todo el resto de la humanidad y sitúa todas las noticias en la misma jerarquía, incluso las de TV3. De nada servirán las mezquindades y las deslealtades de quienes quieren seguir con las ficciones de soberanías divisivas. No es hora de Estados mínimos, ni de la competencia entre administraciones. Tampoco se trata de un retroceso tal como algunos denuncian ni del regreso de los difuntos Estados nación o de las recentralizaciones. Es más sencillo y práctico: los ciudadanos queremos que se gobierne, especialmente en situaciones difíciles, cuando nos jugamos la salud y la vida. Esta crisis de salud colectiva se llevará por delante a los oportunistas que quieran aprovecharla para hacer avanzar ideas periclitadas o aferrarse a un poder sin responsabilidad.