24 horas con un bombero voluntario: “Es peor el cansancio mental que el físico”
Un grupo de técnicos antiincendios altruistas se afana en la zona de Valencia más afectada por la dana
“¡Solapamos!”. El bramido reverbera entre las toneladas de fango del garaje, los coches atrapados, el quejido constante de una motobomba, el olor a gasolina exigida por el engranaje, el hedor del lodo acumulado desde hace semanas, el rascar de las herramientas sobre el suelo, haces de luz de los focos frontales entre la oscuridad y...
“¡Solapamos!”. El bramido reverbera entre las toneladas de fango del garaje, los coches atrapados, el quejido constante de una motobomba, el olor a gasolina exigida por el engranaje, el hedor del lodo acumulado desde hace semanas, el rascar de las herramientas sobre el suelo, haces de luz de los focos frontales entre la oscuridad y el resoplar de los bomberos voluntarios, lomo agachado para empujar el barro hacia el exterior. La brigada altruista, con miembros zamoranos, leoneses y asturianos, empalma sus armas y sus esfuerzos en la mañana del viernes 15 de noviembre en el garaje del número 7 de la calle de Cervantes de Algemesí (Valencia). Comienza una nueva jornada de trabajo solidario, la enésima desde el diluvio.
Viernes por la mañana: “¡Solapamos!”
La tarea requiere coordinación. De ahí el “¡solapamos!”, que indica una maniobra de los bomberos para evitar que el barro que consiguen mover se cuele de vuelta entre dos cepillos. Decenas de cubos flotan sobre el cenagal del aparcamiento subterráneo, donde decenas de vehículos esperan que se vacíe el lodazal. Los cepillos y las raederas (rascadoras) se apoyan sobre las columnas mientras la brigada trabaja a turnos, con descansos para tomar aire contra la atmósfera viciada. La bomba de extracción, aportada por uno de ellos, ha cambiado la huerta zamorana por el caos valenciano: tanto lodo expulsa que a cada rato hay que pararla, obstruida por toda clase de material, para despejarla antes de que colapse. El grupo celebra la inusual aportación de la jerarquizada y encorsetada UME: les han cedido una manguera sin entrar en laberintos de estatus y solicitudes. La aparente coordinación choca contra la anarquía general con los voluntarios; un vecino trata de manejar la ayuda para evitar “voluntarios zombis”, forasteros de buena fe pero nulas instrucciones, vagando por Algemesí.
Viernes a mediodía: el cansancio
La cadena de extracción de agua y barro funciona a base de antebrazos agotados, espaldas dobladas y cabezas fatigadas. “Es peor el cansancio mental que físico”, exponen. El derroche propicia muchas dosis de cariño popular, como el de dos mujeres marroquíes que reparten café y dulces caseros, a quienes ayudan al pueblo a volver a la cotidianeidad. “¡Lo necesitaba!”, exclama uno al recibir el vaso y probar el baghrir, una especie de crepe. Ellas sonríen. “No espero que me den las gracias, pero hay gente que nos acusaba de ir a los sitios a robar o para llevarnos cosas a nuestro país, nos dejan mal”, lamenta una mientras, al lado, un señor pasa farfullando algo. Los bomberos prosiguen y coinciden con las migrantes: la mayoría de la gente es buena, pero duelen ciertas actitudes minoritarias. Ejemplo, a la hora de comer.
El grupo descansa y engulle paellas completas, fideuá con alioli y viandas cocinadas por los locales. Energía contra el bajón de que apenas un puñado de vecinos ha bajado a ayudar. Una señora, enfrente, protesta por tener un montón de basura y barro ante el portal. Otro reclama poder sacar su automóvil cuanto antes. “Entendemos que están agotados, pero parece que nosotros somos los de aquí y ellos vienen de voluntarios y no al revés”, lamentan los agraviados, estas semanas de vacaciones o en paro ante la escasa estabilidad del sector, revitalizados por el reconocimiento de quienes les traen alimento o conversación. También frustra la rigidez militar, con órdenes inamovibles de limpiar una calle, aunque al lado se los necesite más. Ellos, ante los bajones, se cuidan a base de repartir cacahuetes, barritas de chocolate o abrazos.
Viernes por la noche: colapso, luces y sombras
Cae la noche y los músculos y el cerebro renquean. Una bombera sufre un ataque de asma en el garaje. Le cuesta respirar, se agobia, sale del barrizal y respira. Parece increíble que solo unos minutos después sonría, emocionada, y cambie las lágrimas de ansiedad por las de alegría. La culpa, del niño Oliver y de su mamá. La furgoneta de ayuda venida de Zamora con material sanitario, alimentos y herramientas trae también cajas con peluches. Dos de ellos pasan a las manos del crío ante la emoción general, necesitados de chutes de optimismo en los días malos.
Toca parar y descansar hasta mañana. Deciden buscar otro destino para ayudar. Primera parada, el McDonald’s de Alzira, ciudad donde duermen 10 en un apartamento para tres o cuatro, siendo generosos. La luminosidad y el gentío en el centro comercial, como si nada hubiera pasado, asombran al equipo ante la capacidad humana de adaptación a las desgracias y el imparable circo del capitalismo. “Míralos, parecen mendigos”, susurra una clienta a otro al verlos pasar embarrados con sus EPI y trajes oficiales de bomberos, que lavan cada noche en lavanderías industriales. El remedio al disgusto, coger la comida, llevarla al alojamiento, charlar, bromear, compartir, reír y reflexionar en comandita antes de apretujarse en las camas y el sofá o extender los sacos de dormir sobre el suelo bajo un coro de ronquidos.
Sábado por la mañana: desgracias y satisfacción
Eligen Catarroja, un eje del cataclismo. Tres de los 10 marchan a primera hora porque deben regresar a casa. El día empieza bien, con satisfacción al entregar en un centro solidario el material y comida acarreados. El barrio, de clase baja, evidencia la necesidad de soporte y cariño. Luego, otro garaje hasta que el bombero leonés Javier Galán se hunde en el fango: ha metido la pierna izquierda en una arqueta no señalizada. Cae y el hierro muerde su piel. Herida pequeña, pero profunda entre la amenaza del tétanos y las infecciones del lodazal. Galán cojea, un vecino arroja agua oxigenada y gasas desde el balcón y sus compañeros le aplican una primera cura antes de ir a la Cruz Roja, donde lo atienden y le recomiendan ir a un centro de salud por si necesita vacuna. Acuden a la facultad de Idiomas de una universidad, readaptada a consultorio tras arrasarse el espacio sanitario de Catarroja. Allí revisan la herida, la limpian, la cubren y declinan vacunar: creen que no reviste la suficiente entidad.
El bombero sale cojeando, pero el tiempo revela que, aparentemente, no hay problema. Fuera, otro disgusto: el coche de una compañera ha pinchado. ¡Bien! En un taller se lo arreglan gratuitamente al saber que es voluntaria.
La visita a la universidad permite detectar dónde se les necesita: en el contiguo colegio Jaume I. Un salmantino y tres barcelonesas aplauden la incorporación del batallón. De inmediato, pala en mano y cintura agachada para sacar montañas de fango apartadas por sus predecesores. El señor alucina: “Han venido muchos por aquí, pero ningunos como vosotros”. También adecentan el aparcamiento, despejan los accesos y, ríos de sudor en el rostro, agradecen intervenir en una escuela: “Prefiero ayudar a que los niños y los padres recuperen la normalidad que en un garaje donde ni los vecinos bajan a ayudar”. Los bomberos voluntarios tienen una última encomienda antes de irse a descansar para regresar el domingo: dos militares de un grupo cercano acuden a que les limpien las botas con la manguera.