La carambola de la única panadería que abre en Paiporta: “Huele a pan, a vida otra vez”
El municipio más dañado por la dana ve la luz con el local de Enrique y Mari Carmen, el único comercio que abre este lunes junto a un bar y una barbería, con colas desde primera hora de la mañana, pese a que el fango sigue sin despejar las aceras
Parece mentira que en una calle a escasos 100 metros del barranco de la muerte, haya este lunes una cola de 20 personas para algo más parecido a la vida de siempre. Nadie en la puerta se explica cómo precisamente en Paiporta, donde casi ningún local ni casa baja ha sobrevivido a la ola que arrasó todo el 29 de octubre, que ha enterrado a 45 vecinos ahogados en sus salones, en una residencia, en los garajes, que lleva peleando semanas p...
Parece mentira que en una calle a escasos 100 metros del barranco de la muerte, haya este lunes una cola de 20 personas para algo más parecido a la vida de siempre. Nadie en la puerta se explica cómo precisamente en Paiporta, donde casi ningún local ni casa baja ha sobrevivido a la ola que arrasó todo el 29 de octubre, que ha enterrado a 45 vecinos ahogados en sus salones, en una residencia, en los garajes, que lleva peleando semanas por conseguir agua embotellada, escobas, botas, detergente para frotar el fango seco incrustado en todas partes, puede abrir por fin un comercio, el primero. Cómo puede existir siquiera un rincón que huela bien. “Huele a pan recién hecho. A vida otra vez”, dice sonriendo Ana Belén, auxiliar de enfermería de 50 años.
Enrique Ricart, su dueño, dice que no es creyente, pero se lo está replanteando. “Esto es verdad que parece un milagro”, cuenta. Regenta junto a su exmujer, Mari Carmen Albau, esta panadería desde el año 88 y el nombre es la unión de las primeras sílabas de sus apellidos: Rial. El día que todo se apagó, vieron cómo crecía con fuerza el caudal del barranco del Poyo —se puede observar desde la entrada a la tienda— y cerraron las persianas. Como muchos vecinos, Enrique, Mari Carmen y su hijo Sergio corrieron a sacar sus dos coches y la furgoneta de reparto, aparcados a un lado del puente. Huyeron en dirección contraria a la corriente sin saber lo que sucedería solo unos minutos después.
Un contenedor de basura grande que flotaba por la calle Jaume I se quedó atascado en la puerta de la panadería, de manera que el agua se desviaba un palmo de la persiana. “Y evitó que la reventara”, explica Enrique. El agua igualmente entró, por supuesto, como en toda estructura a menos de dos metros de altura en el municipio, pero lo hizo con menos fuerza. En un mueble de madera junto al horno se observa la marca hasta donde llegó el agua: medio metro. “Se han salvado las máquinas, menos los motores, si no, hubiera sido igual que los demás. Hay cinco o seis panaderías y todas han desaparecido”, cuenta.
Además de lo divino, Enrique achaca la reapertura milagrosa también a haberse deslomado toda su familia para limpiar el local con la ayuda de cientos de voluntarios que estos días han salvado a medio pueblo armados con escobas. Frente a la tienda el panorama sigue siendo desolador. Se observan decenas de comercios en los huesos, una silla de dentista, maniquís sin ropa en un escaparate con chorretones de barro, vecinos que tratan de salvar unas máquinas de coser con una Kärcher “aunque sea para venderlas como chatarra”. El número 6 de esta calle es el primero y el único que ha conseguido ponerse de pie: “Hemos estado quitando barro sin parar. Hemos cambiado los motores de las máquinas, por suerte no llevan electrónica, como la de amasado; hemos cambiado también los quemadores del horno, las lonas que hay dentro de las máquinas que es donde cae la barra, porque van por abajo y van subiendo. He llamado a un sitio donde las hacen y las he cambiado yo. Yo hago también de mecánica un poco”, explica.
Ana Belén, que ya ha ido tres veces caminando a Picaña para comprar, espera paciente en la cola del Rial para comprar unas galletas de soja. O, más bien, eso era lo que hacía siempre en esta pastelería, pero ahora cree que está aquí por otra razón: “Mi familia es hornera y este olor me recuerda a casa. Yo creo que ya no sé si estoy aquí si por comprar algo o por necesitar oler esto de nuevo, después de tanto horror”. Un vecino que está detrás cuenta que cuando salió temprano y la vio abierta compró una empanadilla y después ha vuelto otra vez: “Ahora me llevaré cruasanes y una barra de pan para mi mujer. Parece increíble que podamos hacer esto como antes”.
Enrique cuenta que han vendido ya más del doble de lo que hacían un día normal antes de que pasara la riada. “La gente se está llevando sobre todo pan y cosas saladas, porque les sirve también para almorzar”, señala. “Aquí los clientes no son gente anónima, hay algunos que me han visto nacer, entonces lógicamente... Estamos emocionados”, apunta Enrique. “La gente necesita ver alguna luz y esa luz es ver algún comercio abierto, el que sea, aunque no haya venido nunca o no le haga falta. Necesitamos ver que hay movimiento. Hace nada estábamos como en una situación de guerra”, apunta mientras señala hacia afuera, donde todavía hay camiones del ejército y grupos de soldados limpiando las calles.
En un momento de la entrevista, lo llaman por teléfono: es Alfredo, el del bar Don Jamón. Cerrado como casi todos también hasta este lunes, que está al cruzar la plaza de la iglesia, a unos 200 metros de la panadería. “Esta mañana me ha pedido 45 barras, que ya es una cifra respetable para un bar. Luego me ha llamado para pedirme 25 más y ahora me acaba de pedir otras 30. Están hasta arriba”, cuenta Enrique después de colgar. Y manda a su hijo Sergio hacia allá con un saco cargado de pan.
Al cruzar la plaza, la entrada del bar Don Jamón podría ser la de cualquier otro bar de Valencia si no fuera porque los clientes parecen todos uniformados. Las botas verdes de agua en los últimos centímetros antes de pasar el umbral es la única huella de que lo que sigue habiendo fuera es mucho lodo. Gema Martí, de 48 años, cuenta que han abierto hoy (por el lunes) a las seis de la mañana. No es el único bar, hay otros dos en la zona más vieja del pueblo, pero sí el único en este barrio que, junto a la panadería, suponen dos destellos de rutina anterior a la tragedia. Martí lo explica: “La gente necesita tener la mente despejada para poder pensar qué tiene que hacer. Lo único que pretendo es que la persona que entre a Don Jamón, en el momento en que dé el primer paso, ya se olvide de lo que hay a sus espaldas, que solo mire para adelante para continuar con una vida, medio normal”.