Cuando las mascotas se cuelan en la escena del crimen
Muchos homicidas muestran sentimientos solo por sus animales, hay perros que han resuelto asesinatos, otros que alteran pistas con su hocico y, también, los que hacen compañía a sus dueños hasta su trágico final
Los policías registraban un piso en Asturias en busca de pruebas de un asesinato premeditado, el de Iván Castro, un hombre que fue hallado muerto a tiros en su garaje en 2017. Los investigadores del caso habían colocado micrófonos en la vivienda y, en las escuchas, siempre se oía el mismo ruido machacón que dificultaba entender las conversaciones. Los autores de esos sonidos estaban ahora frente a ellos. Eran varios petauros, unos pequeños marsupiales originarios de Australia, que Marta...
Los policías registraban un piso en Asturias en busca de pruebas de un asesinato premeditado, el de Iván Castro, un hombre que fue hallado muerto a tiros en su garaje en 2017. Los investigadores del caso habían colocado micrófonos en la vivienda y, en las escuchas, siempre se oía el mismo ruido machacón que dificultaba entender las conversaciones. Los autores de esos sonidos estaban ahora frente a ellos. Eran varios petauros, unos pequeños marsupiales originarios de Australia, que Marta Rama, la acusada del homicidio y novia de la víctima, cuidaba con mimo. Durante el registro, uno de estos animales se enganchó una de sus patas en la jaula y empezó a dar alaridos. Ese fue el único momento de todo el proceso en el que los policías aseguran que la mujer mostró humanidad sincera, cuando vio a su mascota sufrir. En el juicio en el que la condenaron a 22 años de prisión por el homicidio de su pareja, Rama se mantuvo impertérrita junto a su cómplice y examante, Nelson Dos Anjos, que recibió una pena de 11 años de cárcel.
Los animales son parte de las investigaciones y también se cuelan en las escenas del crimen. Pueden dar pistas, mostrar un rasgo de la personalidad de los sospechosos, dejar pruebas en el lugar idóneo o, incluso, modificar la escena del crimen con su hocico y sus patas. Son uno de los elementos que el subinspector de homicidios Carlos Segarra siempre incluía en sus formaciones.
En octubre de 2008, este subinspector se disponía a ver un partido del Atleti, cuando sonó su teléfono. Había un doble homicidio en Cáceres al que debía acudir de inmediato. Un matrimonio había sido encontrado muerto a golpes y navajazos en una urbanización de la barriada de la Mejostilla. La pareja se había mudado a ese adosado solo un mes antes y con ellos iba su perro. El animal también estaba allí cuando asesinaron a sus dueños y permaneció en la casa cuando la autora del crimen se marchó. Convivió con los dos cuerpos inertes de las víctimas durante varias horas, en las que los investigadores sospechan que pudo mover uno de los cadáveres, dejó restregones de sangre en otras estancias y pisó restos biológicos.
Todo eso no evitó que la policía detuviera a la que finalmente fue condenada a 34 años de prisión por el homicidio. Se trataba de la antigua empleada del hogar de la familia, que había acudido ese día a la casa a reclamar 270 euros que aseguraba que le debían, como recoge la sentencia. “El perro nos dio otra clave. Nadie lo oyó ladrar en la franja horaria del crimen, con lo que tenía que haberlo cometido alguien que a él le fuera familiar”, detalla Segarra.
En un crimen más reciente, el de Tatiana Coinac, una mujer que se dedicaba a la prostitución y que fue asesinada en su casa, fue el gato el que avisó de que algo no iba bien en forma de maullidos. La víctima, nacida en Moldavia, vivía en su piso de Oviedo sola con el persa gris oscuro. En esa casa era donde hacía las llamadas eróticas y recibía a clientes, cuyos nombres apuntaba meticulosamente en una agenda.
Esa fue la prueba clave. Uno de ellos, el cabo Adán, la estranguló y después limpió su cuerpo en la bañera para asegurarse de que no dejaba restos biológicos en ella. Después se marchó y esa misma noche el felino empezó a maullar de forma muy insistente. Los vecinos recordaban esos llantos gatunos en la madrugada con claridad. El animal la acompañó esos dos días en los que permaneció muerta en el piso hasta que la policía la encontró, tras la alerta de la madre de la mujer.
Los perros no pueden hablar, pero pueden morder. Eso fue lo que hizo la mascota de Alicia, con la que paseaba por los alrededores de su casa en Alicante cuando fue estrangulada una tarde de noviembre de 2020. Era una funcionaria, sin enemigos, con una vida sin sobresaltos. En la escena del crimen, una zona ajardinada de la pedanía de La Hoya, hallaron sangre. Era posiblemente del asesino y los investigadores supieron después que la derramó cuando el perro de Alicia lo mordió. El pequeño can lo dio todo para tratar de proteger la vida de su dueña. Después del crimen, salió huyendo y llegó hasta el portal de Alicia, allí lo encontraron los agentes, que también se llevaron un intento de mordida cuando se acercaron a él.
Al introducir el ADN extraído de la sangre en las bases de datos policiales, los restos no coincidían con los de nadie identificado previamente. Autor desconocido. En ese momento, la prueba no sirvió de nada, pero al final, se pudo comparar con el de un sospechoso: Nicolay, un exmilitar ruso que elegía a sus víctimas al azar. Después de matar a la funcionaria y a un agricultor, huyó a su país, donde volvió a asesinar. Esa prueba que hicieron gracias a la mordedura del perro fue fundamental para demostrar que su mano estaba detrás de esos homicidios.
Otras veces, el amor de los criminales por sus mascotas ha sido la clave para obtener las respuestas que se resistían. En 1995 una mujer recibió una llamada de su hermano Andrés, en la que le decía que estaba secuestrado y los captores pedían un millón de dólares. “Me van a matar”, escuchó ella al otro lado del teléfono. Andrés Crespo, un joyero y empresario, estaba en manos de José Roberto Morales y Alcira Susana Calvito, un matrimonio argentino afincado en la acaudalada urbanización La Moraleja de Alcobendas (Madrid). Ambos se habían fundido la herencia de ella y necesitaban más efectivo para seguir con sus vidas. Solo se les ocurrió la gran idea de secuestrar a alguien por dinero.
Pero su plan fue fatídico porque, mientras la víctima se encontraba maniatada, el estrés de la situación le provocó un infarto de miocardio que lo dejó fulminado. Ante esa situación, la pareja decidió descuartizarlo en 33 partes. En los días posteriores continuaron exigiendo a la hermana el pago del rescate. Fueron estas llamadas desde varias cabinas en Madrid las que hicieron que el equipo liderado por el entonces inspector jefe Jaime Barrado los atrapara. En el registro de su vivienda, el policía se percató de uno de esos detalles que marcan la resolución o el estancamiento de un asunto: la mujer adoraba a sus perros y no paraba de darles besos.
Pasado un tiempo, los investigadores no lograban que los detenidos confesaran dónde habían arrojado el cuerpo del joyero, al que sabían muerto. Finalmente, Barrado, recordó a esos dos huskies por los que Alcira Susana tenía devoción y los amenazó con tener que sacrificarlos para comprobar si no habían echado de comer a la víctima a sus mascotas, como se relata en el libro CSI: casos reales españoles (Esfera, 2004) y rememoran todavía hoy los investigadores de homicidios. Ante esa posibilidad, la detenida llevó a los agentes hasta el lugar en el que habían enterrado a Andrés Crespo, en la carretera de Guadarrama.
La misma reacción tuvo Leonardo Valencia, conocido como el carnicero tatuador de Valdemoro, cuando la Guardia Civil llegó a su casa en octubre de 2018. Dentro de la vivienda estaba Emilce, la chica a la que había asesinado y descuartizado en las horas previas. A pesar del horror que los agentes estaban a punto de encontrar en el chalet, la atención del asesino se fue directamente a su bulldog. Mientras los guardias inspeccionaban el baño de sangre y veían la crueldad que Leonardo había dejado en su domicilio, él se interesó por saber qué iba a ser de su mascota.
Otro asesino impasible ante cualquier acusación, pero devoto de su perra, es Ángel Ruiz, Angelillo, condenado por el atropello mortal e intencionado de una anciana en 2011 por una discusión sobre lindes de tierras en La Parte de Bureba (Burgos). También es el eterno sospechoso del triple crimen de Burgos de la familia Barrio, en 2004, un homicidio por el que nunca se ha llegado a condenar a nadie, pero que siempre ha tenido en el punto de mira a este vecino del pueblo del que era originario el matrimonio.
El hombre, impermeable ante cualquier tipo de sentimiento afectivo con un ser humano, sí era capaz de desplegar todo su amor por su perra La Rubia. “Siempre iba con ella, a veces se le enjuagaban los ojos cuando hablaba de su mascota y era un elemento que nosotros usábamos en los interrogatorios”, resume un policía que lo conoció muy bien. Esta compañía supuso también parte de su perdición, porque en el coche usado para atropellar a la anciana se hallaron cabellos de Angelillo, pero también tres pelos de un perro. Por supuesto, se comprobó que, cuando el criminal aceleró para acabar con la vida de su vecina, La Rubia estaba a su lado.