La supervivencia después del cayuco
Cientos de migrantes llegados a Canarias empiezan a salir de los centros de acogida y se encuentran con la calle. Migraciones acaba flexibilizando la estancia para los más vulnerables
Tic tac, tic tac, tic tac. Bernard está concentrado en frotar con una esponja que chorrea la carrocería de un coche, pero en su cabeza no deja de sonar un reloj que le atormenta. Tic tac, tic tac… En cuatro días, este ghanés de 30 años, llegado en patera a Lanzarote hace poco más de un mes, estará en la calle porque tiene que abandonar el centro donde está acogido en Almería. No conoce a nadie que pueda hospedarle mientras encuentra un trabajo. No tiene ni contactos, ni dinero. “Me han dicho que tengo que irme lo antes...
Tic tac, tic tac, tic tac. Bernard está concentrado en frotar con una esponja que chorrea la carrocería de un coche, pero en su cabeza no deja de sonar un reloj que le atormenta. Tic tac, tic tac… En cuatro días, este ghanés de 30 años, llegado en patera a Lanzarote hace poco más de un mes, estará en la calle porque tiene que abandonar el centro donde está acogido en Almería. No conoce a nadie que pueda hospedarle mientras encuentra un trabajo. No tiene ni contactos, ni dinero. “Me han dicho que tengo que irme lo antes posible, pero no sé dónde”, dice. Su cuenta atrás es la de cientos de personas que tras desembarcar en las islas Canarias deben salir de los centros donde les acogieron y buscarse la vida desde cero. Su segunda odisea, la vida después del cayuco, empieza ahora.
El Ministerio de Migraciones ha modificado esta semana los plazos de acogida en sus centros de atención humanitaria. Con la crisis de llegadas a las islas Canarias, la estancia habitual de tres meses se redujo a 30 días, pero ahora ha vuelto a ampliarse hasta tres meses para casos más vulnerables, con enfermedades o que carezcan de conocidos o familiares.
El coche que abrillanta Bernard es de María Navarro, una estudiante de 23 años que vive en Retamar, una localidad turística de la costa de Almería. Navarro anda estresadísima, susceptible. Muy cerca de su casa han habilitado uno de los hoteles para acoger de forma temporal a las casi 16.000 personas que, solo en el mes de octubre, han llegado a Canarias y un día se le ocurrió preguntar a los recién llegados qué tal estaban. Se dio cuenta, entonces, de que decenas de los chicos que allí se hospedan no tienen conocidos y que, en cuestión de días, necesitarán una fuente de ingresos (clandestina) y un techo bajo el que dormir. No hay indicios, además, de que la mayoría de los que han llegado en las últimas semanas quieran marcharse a otros países, como sugirió el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá.
La joven se ha empeñado en ayudarles y ha creado un grupo de WhatsApp, que ya tiene más de 100 participantes, para conectarles con gente que pueda dejarles un sofá o buscarles un trabajo, pero es una tarea ingente. Lo es en Almería y en muchas otras provincias de acogida donde el goteo de casos como el de Bernard ya empieza a ser constante. “No hay plan. Es jodido ver a la gente sufriendo así, pero no puedo hacer mucho más”, lamenta Navarro.
Algunos pueblos de Almería son, a priori, un buen lugar para los inmigrantes sin papeles que necesitan ponerse a trabajar con urgencia. Hay una nutrida diáspora de muchos países africanos y latinoamericanos y un campo que empuja la economía y que casi siempre necesita manos. Pero la imagen que se tiene de lugares como este, como tierra de oportunidades (precarias) es, a veces, un espejismo.
Falu, un senegalés de 30 años que llegó a El Hierro a principios de octubre, estuvo a mediados de la semana pasada explorando el mercado en Níjar. Tenía, entonces, nueve días para buscarse un plan alternativo a la calle. En su cabeza no entra que sea posible empezar una vida en un país extranjero en solo un mes, el plazo en el que pueden estar en los centros de acogida con las necesidades básicas (comida y ropa) cubiertas. “¿De verdad pueden echarnos? ¿Aunque la alternativa sea la calle?”, cuestiona. Es una pregunta relativamente frecuente entre la docena de senegaleses entrevistados por EL PAÍS en las últimas tres semanas. Antes de que las llegadas a Canarias desbordasen las previsiones, el plazo era de tres meses, pero, en cualquier caso, cientos de personas se han subido al cayuco sin saber bien lo que les esperaba en su destino.
La realidad es mucho más dura de la que se vende en redes sociales. Los muy afortunados podrán pedir asilo en un sistema colapsado que no da citas y, quizá, tener acceso a un centro de acogida para refugiados. Podrán, con suerte, trabajar legalmente a los seis meses hasta que se decida sobre su expediente. Pero la mayoría de los recién llegados está condenado a, al menos, tres años de clandestinidad y explotación, el plazo que marca la ley antes de abrirles la posibilidad de regularizarse.
Bernard tampoco sabía bien lo que le esperaba, pero era difícil que fuese peor que lo que tenía. Huérfano de padre y de madre, decidió dejar Ghana y atravesó Costa de Marfil, Malí y Argelia hasta llegar a Marruecos. Su plan era trabajar y quedarse allí, pero, según describe, sufrió una cacería contra los negros. “La policía hace siempre redadas y nos expulsa al desierto”, explica. Acabó mendigando y un jefe, que le daba algo de dinero por lavar coches, acabó mediando para sacarle de esa vida y meterle gratis en una lancha con destino a Canarias.
Mano de obra barata
Cae el sol y Roquetas de Mar se llena de inmigrantes que vuelven del tajo en bicicleta. Hasta ahí se han ido algunos de los recién llegados a Canarias en busca de fortuna. José, un agricultor que apura un café en un bar, da la primera pista: “Ya no es como antes. Los agricultores están con miedo, ¿no ves que les meten unas púas de 10.000 euros de multa por la cara por tener a sin papeles? Pero entre ellos [los inmigrantes] sí se arreglan, se avisan de lo que va saliendo”. El agricultor ofrece indicaciones de dónde encontrar a los senegaleses, un conjunto de bloques de pisos donde al atardecer se despliegan decenas de sábanas con zapatillas, ropa vieja y utensilios cercanos a la chatarra. La jornada de trabajo en los invernaderos acaba de terminar y las calles, con nombres de planetas, están a reventar.
Allí, con la espalda apoyada en una esquina, está Moustapha, otro senegalés al que la cuenta atrás se le acabó hace ya más de una semana. El chico decidió ir a Roquetas atraído por la supuesta demanda de temporeros, pero su relato desinfla las expectativas de cualquiera. “Vine aquí sin conocer a nadie, pero no sabía qué otra cosa podía hacer. He estado durmiendo en la calle dos días. Ahora estoy en casa de un hombre, pero no sé cuánto tiempo”, explica. Moustapha, pescador, va todos los días a las rotondas donde a primera hora se caza al vuelo mano de obra barata para los invernaderos, pero aún no ha conseguido ni un jornal. Con suerte, logrará encontrar algo recogiendo calabacín por cinco euros la hora, un jornal que le permita pagar los 100 euros mensuales que están pidiendo por una habitación compartida entre tres.
Los temporeros que se hacinan como pueden en pisos y chabolas, confirman una máxima que parece común en la región: “Quizá puedes encontrar un trabajo, pero lo que no hay es alojamiento”. Y así crece la demanda por una cama en los asentamientos irregulares que se extienden entre los plásticos.
En un local abarrotado con cajas llenas de alimentos básicos, el presidente de la Asociación de Inmigrantes Senegaleses de Andalucía, Gabriel Ataya, se confiesa agotado. Con 59 años y tres décadas en España, ha visto ya demasiadas “crisis migratorias”, demasiado parecidas, “sin que nadie plantee soluciones”. Ahora, con las últimas llegadas, pasa el día estirando las redes de la comunidad senegalesa para alojar al chorreo de chavales que están saliendo de los centros de acogida. La comunidad también está cansada y es cada vez más difícil convencerles de que abran sus casas, una vez más. Tan difícil que él mismo ha tenido que plantar un camastro en su pequeño salón para acoger al último chico que le ha pedido ayuda.
Huele a guiso en casa de Ataya, un bajo de un bloque de pisos que esconde una corrala. Abdolaye Thiandoum, un pescador de 30 años, está preparándose la comida, en una cocina también llena de cajas. Thiandoum llegó a Tenerife en septiembre, pasó por Gran Canaria, Málaga y, después, por Almería. Cuando se acabó su tiempo en el centro de acogida, un familiar suyo que vive en Madrid le dijo que en Roquetas podría buscarse la vida, pero el único contacto era Ataya. El chico cuenta con timidez su mayor conquista hasta ahora: “Estoy animado. Hoy salí a buscar trabajo y me encontré con un senegalés que estaba en mi centro y me ha ofrecido reforzar los plásticos de los invernaderos”. El último que aceptó ese empleo no lo aguantó, pero la oferta se concretó y ahí sigue Thiandoum.
Bernard siempre sonríe, pero cuando nadie le mira, le cambia el semblante y se pone serio, preocupado. María Navarro llegó a ofrecerle entre lágrimas que se fuese a casa de su familia, pero el ghanés prefirió no molestar y aceptó la oferta de alojamiento de un conocido, pero acabó en una chabola de madera y cartón, sin baño, sin agua y pasando frío. Una semana después, ha podido volver al hotel que le acogía. La cuenta atrás ha vuelto a activarse, pero ganó algo más de tiempo para pensar el plan de seguir sobreviviendo.