La vida sobre ruedas de Jerónimo y Marisa, los viejos telegrafistas
Una pareja de ancianos pide reconocimiento para los mayores tras participar un hombre de 90 años en una prueba ciclista
El ciclista pedalea con las robustas canillas asomando de unas mallas elásticas. A su lado, familias con niños o jóvenes entusiastas con piernas poderosas cabalgando el último ingenio ciclista. La serpiente multicolor repta por Segovia y alfoz con tanto abanico cromático de vestimentas reflectantes como abanico generacional menor de 50 años entre sus participantes. Jerónimo González llega a meta de esta prueba solidaria, se quita el casco y exhibe una envidiable cabellera canosa, arrugas en su rostro y la sonrisa de quien cumpl...
El ciclista pedalea con las robustas canillas asomando de unas mallas elásticas. A su lado, familias con niños o jóvenes entusiastas con piernas poderosas cabalgando el último ingenio ciclista. La serpiente multicolor repta por Segovia y alfoz con tanto abanico cromático de vestimentas reflectantes como abanico generacional menor de 50 años entre sus participantes. Jerónimo González llega a meta de esta prueba solidaria, se quita el casco y exhibe una envidiable cabellera canosa, arrugas en su rostro y la sonrisa de quien cumplirá próximamente 90 años y acaba de culminar 30 kilómetros de ruta como si nada. Su esposa, Marisa López, aplaude entre el público. El locutor menciona su gesta y los políticos se hacen fotos con él. Después, la nada, ninguna alusión, pese a confiar en algún gesto reivindicando a los mayores. “A él le importa un rábano, pero a mí no, me cabrea mucho el poco interés y falta de elegancia moral para con nosotros los viejitos”, lamenta la mujer.
Todo comenzó en el recorrido del domingo 8 de octubre, siguió con un correo electrónico el martes 10 a las Cartas a la directora de EL PAÍS y terminó con una visita al matrimonio el miércoles 18. Huele a lumbre y al invitado lo agasajan con bombones y una sonrisa de la reivindicativa vieja, felizmente autoproclamada como tal y enemiga de los eufemismos. “A mí me daría igual, pero que se lo hagan a mi santo… de eso nada”, refunfuña porque tras aquellos 30 kilómetros toda Segovia, y su clase política, quisieron fotos con su admirado marido, pero afirma que se arrimaron por interés y palabrería hacia la tercera edad, su capacidad de superación y las beldades del ejercicio en los mayores.
La pareja, con 59 años de casados, abre su casa rogando no indicar la localidad. “Quiero morir de vieja, no porque me entren a robar y me partan las piernas”, exclama ella. Él luce su uniforme, o sea, traje ciclista. El hombre acumula más de 300.000 kilómetros en bicicleta, según sus cálculos y los exprimidos cuentakilómetros. La bici ha acompañado, e impulsado, las andanzas de este vallisoletano de origen y buscavidas de adopción. Jerónimo no hizo la mili por pies planos pese a sumar en sus piernas maratones ciclistas para entonces, pero desde los 13 años ha sido ayudante del estanco de su padre, comercial de persianas, cuadros, colchas o baterías de cocina, mecanógrafo, contable, abogado, telegrafista, abnegado esposo y padre de dos hijos y abuelo de tres nietos. De las últimas profesiones no se ha jubilado, pero las dos anteriores las aprendió entre reparto y reparto o desplazamiento y desplazamiento en velocípedo: “Iba con apuntes en una mano y maniobraba con la otra”.
Hasta los tenedores charlan en este salón. Ambos se conocieron en Madrid, tras un periplo del marido por Barcelona, trabajando como telegrafistas. Jerónimo exhibe fino oído para los golpecitos que su esposa ejecuta sobre la mesa de madera con el cubierto de acero y descifra las palabras que esta emite. Sonríen. Hay conexiones que resisten indemnes al paso del tiempo, solo perceptible por el ligero temblequeo de la mano de dedos finos al asir el tenedor. “Nos conocimos en la sala de aparatos, con muchísimo ruido, muy romántico. Le pesqué yo, que soy un poco bicho, él es muy buena gente”, bromea Marisa, previo paso a esa relación epistolar con cartas a la pensión donde residía él, mientras ella seguía en su casa familiar. Así hasta casarse y, con los años, conseguir plaza en Segovia.
La bicicleta, aparcada en las metrópolis, volvió a engrasarse en esta ciudad pequeña. Sobre el sillín repasó los temas de Derecho tras matricularse con 35 años y solo alguna caída tonta o patinazos en los barrizales amagaron con impedir el acceso a ese diploma colgado en una pared. “Hasta la pandemia hacía 100 kilómetros los fines de semana y cuando me jubilé entre 50 y 70 cuatro días semanales”, desglosa el hombre, ahora asiduo a la bici de montaña tras colgar la de carretera cuando se rompió “la muñeca al caer en una zanja cuando ETA mató a Miguel Ángel Blanco [13 de julio de 1997]”. Así dio cierto respiro a la familia al salir por caminos, lejos de los coches. El médico lo anima a ejercitarse, pues apenas tiene un achaquillo cardiaco que soluciona con unas pastillas y partidas a la brisca con Marisa. El también montañista aficionado no ha parado de pedalear, aunque ahora tiene una bicicleta eléctrica porque el resuello en las cuestas empieza a flaquear.
Las viejas bicicletas las conserva en el garaje, salvo la que donó a una ONG y la antediluviana de cuando hacía recados. La más utilizada la ha readaptado para un nieto tras hacerle más de 100.000 kilómetros, esto es, rodear 2,5 veces el ecuador. Menos anduvo el 8 de octubre, pero como recuerda Marisa, a los 30 oficiales añadió otros 20 de salida y regreso al pueblo. “¡Y otros seis de ir y volver a por el pan y el periódico!”, agrega él: 56 en total, suficientes para el cabreo de su pareja, quien tras esa melena canosa, vivaces ojos azules y muletas, esconde “una mala leche que no podéis imaginar”, ofendida porque tras ensalzarlo el locutor de la prueba y hacerse una foto con el alcalde [Javier Mazarías, PP], nadie volvió a acordarse de este veterano deportista. Él sonríe, humilde; ella, ufana al expresarse, recupera algunos centímetros que la edad le ha robado. Este tándem, orgullosamente viejo, se despide satisfecho por saberse escuchado en esta etapa final.