Diez años sin Gregorio Peces-Barba
Peces Barba, fallecido en Oviedo en 2012, fue un ser humano bueno, generoso y divertido, un prestigioso filósofo del Derecho y de la política, defensor de los derechos fundamentales y un patriota que soñó con una España abierta y civil
Se cumple hoy una década desde la muerte de Gregorio Peces-Barba. En las horas previas a esta dolorosa efeméride he vuelto a pasar por el corazón al querido amigo que fue, al carismático maestro, al heterodoxo compañero de militancia socialista, al prestigioso filósofo del Derecho y de la política, al hombre de Estado, padre de la Constitución y presidente del Congreso, al patriota que soñó con una España abierta y civil, al defensor (teórico y práctico) de los derechos fundamentales y al ser humano bueno, generoso y divertido. Con estas breves líneas quisiera contribuir así, modestamen...
Se cumple hoy una década desde la muerte de Gregorio Peces-Barba. En las horas previas a esta dolorosa efeméride he vuelto a pasar por el corazón al querido amigo que fue, al carismático maestro, al heterodoxo compañero de militancia socialista, al prestigioso filósofo del Derecho y de la política, al hombre de Estado, padre de la Constitución y presidente del Congreso, al patriota que soñó con una España abierta y civil, al defensor (teórico y práctico) de los derechos fundamentales y al ser humano bueno, generoso y divertido. Con estas breves líneas quisiera contribuir así, modestamente, a evitar la pérdida de su recuerdo, honrando su memoria y subrayando el valor de la continuidad y de la permanencia de su ejemplo y de sus ideas, ese “logro para siempre” al que se refiere Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso. Porque Peces-Barba hizo grandes cosas por este país, por esta España nuestra, que merece la pena recordar en estos tiempos difíciles, de tanta polarización, fragmentación e incomprensión mutua.
Durante los años 60 del siglo XX, Peces-Barba era un joven y brillante abogado de derechos humanos. Ejerció en la España de Franco, ante tribunales de guerra y ante el Tribunal de Orden público. Salvó vidas en un país con pena de muerte y defendió unos derechos y unas garantías que no existían en el ordenamiento jurídico de la dictadura. Malgré lui y sin que sirviera de precedente, hizo, por una vez, de iusnaturalista. Fue confinado por el Régimen en Santa María del Campo (Burgos). Progresivamente aumentó su participación política y su compromiso con la llegada de la democracia, militando en el PSOE desde 1972 y ayudando a crear, junto a su maestro Ruiz-Giménez, una de las revistas señeras de la Transición: Cuadernos para el diálogo.
En 1977 fue el representante socialista en la ponencia constitucional y a él le debemos en buena medida los contenidos vinculados a los derechos fundamentales y a los valores superiores, al principio de igualdad de los artículos 9 y 14 y la especial resistencia en nuestra Constitución del derecho a la educación.
Entre 1982 y 1986 presidió el Congreso de los Diputados. Fue el primer presidente socialista desde Besteiro. Tuvo el voto favorable de la inmensa mayoría de sus miembros y desempeñó esta altísima función, consciente de esa enorme legitimidad en el origen de su elección, con escrupulosa neutralidad institucional. “A Gregorio hay que votarlo”, ordenó Fraga a su grupo.
Fue un hombre de genuinas convicciones pero que huía de los dogmas
Desde 1989 y hasta bien entrado el siglo XXI, Peces-Barba fue rector de una prestigiosa universidad pública, la Carlos III. En ella puso el alma. Su impronta personal quedó marcada desde el principio siguiendo dos máximas fundamentales: excelencia y universalidad. En Getafe y en Leganés, dos localidades del extrarradio de Madrid, se radicaron sus primeros campus. Fue un acto deliberado de justicia social del gobierno socialista de González que Peces-Barba encarnó perfectamente dotando a esta universidad pública de valiosos profesores y de los mejores medios, con vocación científica y espíritu humanista, en la buena tradición de la Institución Libre de Enseñanza.
En 2004, y sin dejar el rectorado, ni la docencia, aceptó el encargo del presidente Zapatero para ser Alto Comisionado de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo, un puesto de una enorme complejidad, en el que desplegó su empatía y bonhomía con las familias y los supervivientes de la violencia terrorista, situándose en un nivel máximo de exposición pública en medio de la crispación por la gestión gubernamental del 11-M y por las polémicas sobre el fin dialogado con ETA. Ya no necesitaba hacer méritos y, sin embargo, en el otoño de su vida, decidió dar un paso al frente, uno más. Tuve el privilegio de acompañarle. Solo su altura de miras explica que aceptara entonces esa dificilísima tarea y rechazara la de mayor fuste de ministro de Educación y Universidades.
Murió sin dinero, pero sabio, como sabio vivió, desprendido de todo menos de su ‘ciudadela’
Peces-Barba fue un hombre de genuinas convicciones pero no de dogmas. No creía en las verdades absolutas, aunque sí tenía certezas. Y siempre estuvo abierto a la revisión de sus ideas. Si mediante el estudio, el diálogo con los otros y la experiencia misma, pensaba, encontramos razones para abandonar nuestras posiciones de partida, debemos hacerlo, aunque ese abandono nos produzca una sensación de fracaso, vacío o soledad. Recomendaba no tener nunca una opinión excesivamente alta de uno mismo. Había leído la Retórica de Aristóteles y sabía que un amor propio exagerado podía abrir una brecha insalvable entre los seres humanos. Por eso, por encima de todo, fue un gran humanista, que practicó y defendió con sencillez la solidaridad y el noble sentimiento que la alimenta: la compasión. El cristianismo primero y el socialismo democrático después solo eran para él los caminos que debía seguir para trabajar por un mundo más justo que situara en el centro de la convivencia al ser humano y a su igual dignidad.
Fue también un moderado para los medios y un radical para los fines. Se situaba entre los demasiado conservadores y los excesivamente extremistas. Se movía bien en ese espacio amplio de buen sentido que le permitía comprender, persuadir y acordar. Buscaba siempre el equilibrio, la templanza, y se esforzaba por entender al otro, sus razones, sus puntos de vista. Aunque era pasional, su bondad natural, su razón y el recuerdo de los muertos (la memoria de la historia de España) lo embridaban y lo llevaban rápidamente a la comunicación, a la tolerancia y al reencuentro. Respetaba a las personas aunque pudiera discutir abiertamente sus ideas. Y combatía especialmente aquellas que consideraba peligrosas para la convivencia: los extremismos y los nacionalismos disgregadores o excluyentes, incluido el español si no reconocía la pluralidad de nuestro país, y los integrismos religiosos.
Honrado a carta cabal, murió sin dinero. Pero murió sabio, como sabio vivió, desprendido de todo menos de su ciudadela, como su Montaigne. A principios de julio de 2012 se fue a Ribadesella, como cada verano desde 1984. Allí, en el que sentía que era su paraíso en la tierra, pasó los días que le quedaron por vivir. In Memoriam.