Azulejos de la Alhambra, prohibidos objetos de deseo desde hace siglos
Casas de subastas y museos venden cada cierto tiempo patrimonio nazarí, sin cortapisas en el extranjero y con intervención policial en España
El último sábado de septiembre del año pasado, un visitante a la Alhambra se sintió, como tantos millones de personas antes, fascinado por los azulejos nazaríes. Y, gran error, pensó que podía llevarse uno a casa. Apenas había metido el dedo bajo el azulejo, en el Salón de Comares, cuando el personal de control se dio cuenta y avisó a los vigilantes de seguridad que, a su vez, alertaron a la Policía Nacional. El turista estaba cometiendo, o empezando a cometer, un delito contra el patrimonio histórico, descrito en el Cód...
El último sábado de septiembre del año pasado, un visitante a la Alhambra se sintió, como tantos millones de personas antes, fascinado por los azulejos nazaríes. Y, gran error, pensó que podía llevarse uno a casa. Apenas había metido el dedo bajo el azulejo, en el Salón de Comares, cuando el personal de control se dio cuenta y avisó a los vigilantes de seguridad que, a su vez, alertaron a la Policía Nacional. El turista estaba cometiendo, o empezando a cometer, un delito contra el patrimonio histórico, descrito en el Código Penal y que puede llevar a la cárcel a quien lo comete de seis meses a cuatro años y medio en casos especialmente graves.
En las últimas décadas, estos hechos ocurren ya raramente. Tiempo atrás, siglos atrás, la fascinación por la Alhambra era paralela al deseo de llevarse algún objeto de ella. Ese expolio está bien documentado por numerosos escritores románticos ingleses del siglo XIX que, por otro lado, obviaron su contribución personal a ello. Lo que salió entonces de la Alhambra reaparece de cuando en cuando en casas de subastas, de antigüedades y permanece en museos como el Victoria and Albert Museum o el British Museum de Londres.
La visita a la Alhambra está a día de hoy vigilada por decenas de ojos y de cámaras que hacen prácticamente imposible apropiarse de nada. Ni siquiera acercarse a donde no se debe. Hace 35 años la situación era distinta. La vigilancia del patrimonio dependía de unas pocas personas y de la buena voluntad de los visitantes. Buena voluntad que, en un caso concreto, llegó en diferido. Una persona que trabajaba en la Alhambra hace más de tres décadas recuerda la llegada por correo de “un paquete muy bien preparado de la embajada de un país nórdico en España a nombre del Patronato. Así que se lo llevaron al entonces director, Mateo Revilla”.
Al abrirlo, dice, “apareció un fragmento de azulejo alhambreño”. Una carta explicaba la razón del envío. Una señora relataba que su marido, un señor mayor, encontró en el suelo el azulejo. Este, con gran disgusto de su esposa, decidió llevárselo a su país. En cuanto pudo, la mujer lo puso rumbo a España a través de las autoridades de su país, que lo devolvieron por vía diplomática. “Lo que no sabía el señor es que aquel azulejo no era original, sino del siglo XIX”, cuenta el entonces trabajador.
Y esa es otra historia, no todo lo que circula procede de una pared alhambreña en tiempos habitada por un rey nazarí. El imaginario nos lleva a esa imagen pero, con frecuencia, no fue, o no exactamente, así. Es el caso de un azulejo nazarí subastado en mayo de 2019 en Londres por la casa Sotheby’s, con un precio de salida de entre 3.500 y 6.000 euros y que acabó vendido por más de 25.000. O de uno similar, aunque en peores condiciones de color, que se subastó en Madrid por 12.000 euros en octubre 2021. En ambos casos se trata de azulejos que en su momento fueron, o iban a serlo, pavimento del Salón de Comares o Embajadores.
Un especialista asegura que la cocción defectuosa que muestra el de Sotheby’s indica que era de reposición o un descarte. El madrileño, sin embargo, sí pudo haber estado en el suelo original de la sala, aunque este se desmontó en el siglo XVI por lo que, probablemente, su circulación por el mundo comenzó desde la pila de escombros para, siglos después, acabar vendido por miles de euros. En cualquier caso, la subasta londinense se cerró sin complicaciones, pero no la española, en la que el comprador no ha podido disfrutar de su pieza por la intervención y decomiso de la Policía Nacional, atenta a los delitos contra el patrimonio histórico.
El caso de septiembre del año pasado o de la devolución diplomática de hace más de tres décadas es de los pocos casos de robo o intento que están documentados en la Alhambra en su historia reciente. Fuentes de la institución aseguran que no ha habido más en los últimos años. La seguridad es una de las preocupaciones principales en la ciudadela nazarí y el presupuesto anual para ello supera los 2,5 millones al año. Además, el asunto involucra a decenas de cámaras, personas con y sin arma, una unidad canina y, llegado el caso, a la Policía Nacional. Es cierto que, en tiempos, la Alhambra estuvo en el punto de mira de ETA y del terrorismo islámico. Más frecuentes que los robos son los visitantes que se acercan de más a ciertos espacios prohibidos, tocan lo que no deben o se suben a este o aquel murete. Esto, atendiendo a las memorias del Patronato de la Alhambra, ocurre dos o tres veces al mes.
El complejo sistema de seguridad actual se parece poco al que narra Henry D. Inglis en el segundo volumen de su libro Spain in 1830 (España en 1830). “Muchos insensatos han arrancado trozos decorados de las paredes de la Alhambra, pero la vieja que ahora acompaña al visitante cumple su función con tanta atención que, excepto que se le pueda sobornar, me parecería difícil cometer un robo”, escribe Inglis. Este pasaje muestra ya cierta preocupación frente a los robos.
A finales del XVIII y en las primeras décadas del XIX, el alhambrismo romántico, el que narró y pintó hasta la sublimación el exotismo árabe de la ciudadela, dirigió la mirada hacia el arte musulmán, olvidado hasta entonces en favor del clásico griego y romano. Esa lírica llevó también los pasos de muchos viajeros hacia la Alhambra y, está constatado, gran parte de quienes pasaban por allí se llevaban su pieza. O varias. Y en ese desvalijamiento participaron muchos de quienes describieron la belleza del lugar.
El inglés Richard Ford residió un tiempo en el Generalife y la Alhambra y en 1844 escribió A Handbook for travellers in Spain and Readers at Home (Manual para viajeros por España y lectores en casa). Y, como cuenta José Manuel Rodríguez Domingo, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Granada (UGR), “en su residencia de Heavitree (Exeter, Inglaterra) se hizo un jardín español, con semillas traídas de Granada, y construyó una torre, la Moorish Tower, donde había un baño con azulejos y yeserías de la Torre de las Damas, entre otras cosas”.
Y no todo lo que se llevó estaba documentado: en enero de 2021, su familia devolvió un arrocabe ―una pieza de madera labrada con epigrafías y diseños ornamentales― de 2,25 metros de largo que su antecesor se llevó del Partal y que llevaba dos siglos perdido. Rodríguez Domingo recuerda que la exportación de antigüedades está prohibida desde 1804 por ley, aunque la norma se dirigía más bien a lo clásico, “porque el arte musulmán era menospreciado, al ser algo, al fin y al cabo, de los infieles”.
Grafitis centenarios
Los daños al patrimonio alhambreño no afectan solo a azulejos, maderas o yeserías. También alcanzan al patrimonio vegetal. Es conocido el robo frecuente de astillas o fragmentos del ciprés de la sultana, un enorme árbol ya seco que se mantiene en el patio de su mismo nombre. Se dice que el escritor y político François René, vizconde de Chateaubriand, grabó las iniciales de su amada y se llevó fragmentos del árbol.
Los grafitis también tienen su lugar y no son algo nuevo. En 1834, el arquitecto británico Owen James grabó con una navaja o similar, fecha, nombre y unas líneas de texto en las paredes de uno de los palacios. Nadie acudió entonces a detenerlo, algo que sí ocurrió el uno de octubre de 2015, cuando un vigilante sorprendió a un hombre realizando una pintada en la Puerta de las Granadas. El individuo acabó ante la Policía Nacional. A finales del siglo XIX, fue tal la cantidad de pintadas en la Alhambra que un diplomático ruso decidió implantar un sistema sencillo pero novedoso en la España de la época: quienes no pudieran contenerse de escribir su nombre podían hacerlo en el libro de firmas que Dimitri Dolgorouki regaló a la Alhambra en 1929 y que se completó 40 años más tarde.