Un asesinato oculto 12 años para el hijo de la víctima
Un hombre reclama al Estado 290.000 euros por no ser informado del homicidio de su padre en 2007 y perder el derecho a la indemnización
Antonio Dolz Font tuvo una vida mala y una mala muerte.
El 12 de enero de 2007, Antonio, toxicómano, hizo su última visita a Las Cañas, una zona a las afueras de Valencia donde solía traficarse con drogas. Encontró a José Muñoz, que le propuso ir a casa a coger dinero para comprar cocaína. Antonio conducía el Citroën Xsara cuando José le clavó un cuchillo en la rodilla y le obligó a parar para sacar dinero en un cajero automático. Se lo llevó malherido a casa de una amiga, donde le apuñaló varias veces más y le retuvo toda la noche y al día siguiente. Antonio palidecía, se volvía cada v...
Antonio Dolz Font tuvo una vida mala y una mala muerte.
El 12 de enero de 2007, Antonio, toxicómano, hizo su última visita a Las Cañas, una zona a las afueras de Valencia donde solía traficarse con drogas. Encontró a José Muñoz, que le propuso ir a casa a coger dinero para comprar cocaína. Antonio conducía el Citroën Xsara cuando José le clavó un cuchillo en la rodilla y le obligó a parar para sacar dinero en un cajero automático. Se lo llevó malherido a casa de una amiga, donde le apuñaló varias veces más y le retuvo toda la noche y al día siguiente. Antonio palidecía, se volvía cada vez más débil, se desangraba. La amiga insistió en que había que llevarle al hospital. El agresor accedió, pero antes le propinó un cuchillazo, el último, en el pulmón: por si se le ocurría contar lo sucedido. Fue letal. Dos semanas más tarde, a los 47 años, Antonio murió. La sentencia, que condenó a José a 22 años de cárcel, dice que falleció sin descendencia. No era verdad.
Antoni Dolz García vio con vida a su padre por última vez en 2004, tres años antes del crimen. Pese a que había sufrido malos tratos en la infancia que le llevaron a abandonar el hogar, habían retomado tímidamente el contacto. Hasta que el padre, consumidor habitual de cocaína, intentó apuñalarle. Antoni se marchó sin volver la vista atrás. Asegura que se enteró del asesinato hace solo dos años, cuando su tía le llamó para informarle de la muerte de una abuela y de que debía hacerse cargo de la herencia. Las relaciones con la familia siempre fueron “muy complicadas”, dice para justificar ese largo velo de silencio sobre el destino fatal de Antonio.
Lo que está acreditado es que, a lo largo de 12 años, Antoni no recibió ninguna comunicación formal del Juzgado de Instrucción número 16 de Valencia, que investigó los hechos. Tampoco la Sección Tercera de la Audiencia de Valencia, que juzgó el crimen, le tuvo en cuenta para nada: ausente del juicio, no pudo recibir indemnización alguna porque para la justicia Antoni ni siquiera existía.
Antoni ha cumplido 40 años, se dedica a la agricultura ecológica —tiene dos tiendas en Barcelona— y vive con su pareja y dos hijos en Molins de Rei. No pretende honrar la memoria de su padre, que le maltrató y que “podría haber sido el asesino”. Quiere revancha. Y una compensación económica. Critica a su familia, pero sobre todo denuncia que la justicia, que con tanta eficacia le ha buscado y encontrado a lo largo de una vida salpicada por la precariedad y el delito, no haya sido esta vez tan diligente.
A través del abogado Benet Salellas, Antoni ha pedido al Ministerio de Justicia que le indemnice con 290.741 euros por “funcionamiento anormal de la justicia”. Las reclamaciones por responsabilidad patrimonial al Estado no suelen prosperar, admite Salellas. En el expediente figura un informe no vinculante emitido por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que se opone a la petición por cuestiones técnico-jurídicas, pero reconoce que “no consta que el órgano judicial llevase a cabo ninguna búsqueda del reclamante como perjudicado por el delito, ni realizase el correspondiente ofrecimiento de acciones”.
El asesinato de Antonio Dolz fue investigado por el Juzgado de Instrucción 16 de Valencia. Un día después de que muriese en el hospital, su hermana, María Antonia, se presentó en el juzgado y explicó, como consta en los documentos analizados por este diario, que su hermano “tenía un hijo llamado Antoni Dolz García” que vivía en Barcelona, aunque no supo decir dónde. El juzgado se limitó a enviar un telegrama al domicilio de la víctima, donde él nunca había vivido. Admitió en cambio que se personara como perjudicado el abuelo, pese a que había muerto un año antes. Y no comprobó el estado civil del fallecido, según recoge la demanda.
Preguntado por esas presuntas anomalías, un portavoz del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana (TSJCV) asegura que los funcionarios del juzgado “no recuerdan detalles del asunto”, pero confirma que en 2019 Antoni acreditó su condición de heredero. El portavoz puntualiza que el asesino, José Muñoz, es insolvente, por lo que nadie ha recibido indemnización.
Antoni bebe un poleo menta en una plaza gris de Molins de Rei rodeada de edificios, que recuerda al patio de una cárcel. “Se parece al bloque de los astilleros de Valencia donde me crie con mi abuela”, cuenta. Sus padres, separados al poco de nacer él, tuvieron vidas complicadas. La madre fue “una de las mayores atracadoras de bancos” del Levante, se fugó de la cárcel tras una condena y huyó a Venezuela, donde ingresó en el Camino Neocatecumenal (los Kikos) hasta su muerte en 1999. Su padre, que también pasó una temporada preso por vender heroína en un bar, le pegaba. “En una de esas grandes palizas, le levantó la mano a mi abuela. Le tiré al suelo, quizá de la rabia acumulada de años. Me fui”.
“He sido un superviviente. Hoy sería lo que llaman un mena [acrónimo de menor extranjero no acompañado]”, recuerda Antoni de una adolescencia que pasó robando en supermercados, comiendo hamburguesas de la basura, tocando la flauta en la calle y durmiendo en fábricas abandonadas. Se trasladó a Barcelona, donde se acercó a movimientos okupas. Dice que acumula más de 40 detenciones por diversos delitos, la mayoría de orden público. Llegó a ser indultado por el Gobierno y fue uno de los juzgados (finalmente absueltos) por el asedio de los indignados al Parlamento catalán.
Tras acceder a la causa judicial en 2019, puso en marcha la demanda. “Pienso que debo tener algún derecho, quiero que se me resarza en algo, porque la justicia la ha cagado”, dice Antoni, que explica las dificultades para sacar adelante el negocio de agricultura ecológica. “Los jabalíes me han entrado varias veces en el campo, en Abrera, es un desastre”. Así se siente él a veces, dice mientras se despide bajo el cielo gris de Molins: “Como un jabalí desbocado”.