Mi madre, sus vecinas y el 23-F
El autor recuerda cómo al poco de estallar el golpe de Estado, la casa en Valencia del diputado del PCE Emèrit Bono, su padre, se llenó de gente dispuesta a ayudar
Al poco de que Tejero y los guardias civiles irrumpieran en el Congreso de los Diputados el 23-F, Vicente, el verdulero del barrio, subió corriendo los cuatro pisos sin ascensor de mi casa con una caja llena de comida: leche, fruta, latas. Apenas podía hablar, por el esfuerzo y por la congoja. Nunca había visto llorar al verdulero. Esto lo recuerdo bien. Yo tenía 11 años. Mi madre acababa de volver del trabajo. Y allí estaban también mis dos hermanos c...
Al poco de que Tejero y los guardias civiles irrumpieran en el Congreso de los Diputados el 23-F, Vicente, el verdulero del barrio, subió corriendo los cuatro pisos sin ascensor de mi casa con una caja llena de comida: leche, fruta, latas. Apenas podía hablar, por el esfuerzo y por la congoja. Nunca había visto llorar al verdulero. Esto lo recuerdo bien. Yo tenía 11 años. Mi madre acababa de volver del trabajo. Y allí estaban también mis dos hermanos con unos vecinos que habían acudido en cuanto escucharon las ametralladoras. El timbre del teléfono y de la puerta de casa no paraba de sonar. Los nervios estaban a flor de piel. Mi padre, Emèrit Bono, estaba dentro. Era diputado —lo fue entre 1977 y 1982— y además comunista, del PCE. Se sentaba a la izquierda de Santiago Carrillo, unos escaños más allá. Mis hermanos y yo lo teníamos bien localizado para jugar a identificarlo cuando salían imágenes del hemiciclo por la televisión. Mis tíos, los amigos, los camaradas del partido y los vecinos no dejaban de llamar. La mayoría se ofrecía a recogernos y llevarnos “a un sitio seguro”. Mi madre se negó. Qué sentido tenía marcharse. Luz Ara se quedaba allí, esperando, pegada al teléfono. Los tanques estaban a punto de salir a las calles de Valencia, donde vivíamos.
También recuerdo cómo los del segundo se ofrecieron a ayudar en un primer momento en que se pensaba que el golpe de Estado podía triunfar. “Venid a nuestra casa que allí estaréis seguros”, le dijeron a mi madre esos vecinos, a los que yo tenía catalogados como franquistas. Bueno, la frase entrecomillada no es literal. De hecho, probablemente sea una invención o una reinterpretación de los hechos que, imbuido del espíritu de la Transición, me ha calado con el paso del tiempo. Mejor ir a las fuentes directas, en este caso, muy cercanas. ¿Fue realmente así?
Mi madre responde: “Uy, yo nunca he dicho que los del segundo fueran franquistas. Eran de derechas, pero bien, como algunos otros que también nos llamaron. La verdad es que fueron muchos, además de la familia y de los amigos más cercanos, los que nos dijeron eso de venid con nosotros que vamos a recogeros: Pilar López, que vino a casa como si no pasara nada, Paquita Ariño… Y acuérdate de Paco Catalá. En fin, todo eso fue muy bonito en un momento muy difícil. Pero yo de casa no me movía. Lo tenía claro”.
Me acuerdo perfectamente del monitor del comedor del colegio que vino a casa a los pocos minutos de estallar el golpe. A Paco Català nunca lo olvidamos en el relato familiar del 23-F. Vino y se dedicó a jugar con nosotros, a entretenernos, a hacer compañía, hasta que mi madre le aconsejó que se volviera a casa por el toque de queda. En la radio ponían la música que me sonaba a la de las procesiones de Semana Santa que veíamos en el pueblo, Sagunto. Desde el balcón se empezaron a oír los tanques que había sacado Milans del Bosch. El timbre de la puerta dejó de sonar.
Las horas pasaban y las ojeras de Rosa María Mateo aumentaban. También las de mi madre, aguantando el tipo, entera, serena, más silenciosa que nunca. Así la recuerdo hasta que mis hermanos y yo caímos dormidos de madrugada, después de salir Jordi Pujol y el rey Juan Carlos, dice mi madre, aunque en mi memoria se ha grabado sobre todo, como a muchos de mi generación, la música pegadiza con la que un boxeador graciosillo, que luego supe que era el actor Danny Kaye, lanzaba su combinación de golpes en la película El asombro de Brooklyn.
Mi madre no pasó la noche sola, porque Ernest y su pareja de entonces, María Dolores, aparecieron silenciosos por casa. Ernest García era (y es) amigo de mi padre y también era dirigente local de “el partit” (el PCE, entonces aún no había otro). A mis hermanos y a mí nos caía (cae) muy bien. Sonriente, apenas hablaba, parecía no saber cómo tratar a los niños y tampoco se esforzaba en disimularlo. Siempre estará asociado a la noche del 23-F que amaneció radiante.
Recuerdo quedarme deslumbrado por el sol esa mañana cuando salí de mi habitación y fui al comedor. Hay cosas que se te quedan memorizadas sin motivo aparente. El golpe de Estado desfallecía, nos dijeron. Era cuestión de horas, de minutos. No tardaron los diputados en salir del Congreso. Nos quedamos todos esperando. El teléfono de casa estaba en un pequeño despacho al lado del comedor. La espera se hizo interminable. Las líneas del hotel Palace estaban colapsadas, nos contaría después mi padre. Por fin, el teléfono sonó y la emoción se desbordó. ¿O no? No lo recuerdo muy bien. “¿Tú qué crees?”, pregunta, mi madre, 40 años después.