Cómo visitar el parque nacional Kruger por tu cuenta: reserva campamento con antelación y cuenta con un ‘ranger’ para el safari
¿Cuándo es el mejor y el peor momento para recorrer este enorme espacio protegido de Sudáfrica? ¿Cómo moverse entre su subyugante paisaje? ¿Dónde puede uno bajarse del coche? Todo lo que necesitas saber antes de viajar a este icono de la conservación de la naturaleza
Son las cuatro y media de la mañana, noche cerrada aún. Un ranger adormilado abre la puerta de acceso al campamento Berg-en-Dal y los haces de luz de los dos únicos todoterrenos que esperaban el momento rompen como espadas lechosas la negritud de la sabana. Ninguno de ellos es mi vehículo. Sé que ...
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Son las cuatro y media de la mañana, noche cerrada aún. Un ranger adormilado abre la puerta de acceso al campamento Berg-en-Dal y los haces de luz de los dos únicos todoterrenos que esperaban el momento rompen como espadas lechosas la negritud de la sabana. Ninguno de ellos es mi vehículo. Sé que para ver animales hay que madrugar, pero no tanto. Yo salgo una hora después, justo cuando el sol empieza a levantar sobre el horizonte de acacias espinosas, marulas y sauces trepadores del parque nacional Kruger, el más grande y famoso de Sudáfrica. Amanece un nuevo día en esta gran reserva sudafricana del tamaño de la provincia de Cáceres, cuya fauna existe gracias a un político conservacionista, Paul Kruger, presidente de la República de Transvaal, que ya en 1898 decidió que o se hacía algo contra el furtivismo y la caza indiscriminada o desaparecerían todos los animales del país.
Hace dos días que viajo por esta enorme reserva, convertida hoy en icono de la conservación de la naturaleza y en un gigantesco recurso turístico para el país de Nelson Mandela. Y como en las otras dos ocasiones en que lo visité, no me está decepcionando. El Kruger tiene fama de ser el mejor lugar de África para ver los llamados Big Five (león, leopardo, búfalo, rinoceronte y elefante), y de momento llevo anotados cuatro, solo me falta el esquivo leopardo. A diferencia de aquellas otras dos ocasiones (una de ellas en 2010, cuando Sudáfrica vivió la locura del Mundial de Fútbol que ganó España y el país sonaba a vuvuzela), viajo ahora en enero, en pleno verano austral, y el paisaje es rotundamente más bello que en mis otras visitas invernales u otoñales. Es verdad que todos los manuales del viajero de safari dicen que para ver animales es mejor la temporada seca, porque el sotobosque está despejado de floresta y los animales no se pueden ocultar tras ella y porque las escasas reservas de agua se concentran en determinadas pozas, donde es fácil apostarse al atardecer para ver todo tipo de bichos mientras abrevan. Todo esto es cierto; en verano el bosque es completamente verde, los animales se pierden entre la espesura y, si no están cerca de la carretera, es más difícil verlos. Pero a cambio, la espectacularidad de los diversos ecosistemas que configuran el Kruger, de la sabana boscosa del sur a las praderas herbáceas del norte, es subyugante. Mil tonos de verdes salpican las colinas del parque, que ondulan como olas mansas, salpicadas aquí y allá por enormes kopjes de granito que emergen de vez en cuando, como fortalezas en ruinas. El paisaje compensa con creces el que, de vez en cuando, se te escape algún kudu o algún elefante tras una pantalla de mopanes.
De todas formas, parece que a los habitantes del Kruger les gustan los caminos hechos por el hombre. El día que entré lo hice a última hora de la tarde por la puerta de Malelane, desde donde una carretera asfaltada de 15 kilómetros lleva hasta el campamento de Berg-en-Dal. Bueno, pues poco antes de llegar al campamento, una manada de leones compuesta por un macho adulto y dominante, otro macho joven y cinco leonas dormitaban tumbados en medio de la carretera —como hacen durante todo el día—, impasibles y como si con ellos no fuera el atasco de coches que habían formado. No era que dos docenas de coches atosigaran a un león pasmado, como hemos visto en imágenes de otros parques. Es que la carretera estaba literalmente cortada por la manada y no se podía ir ni en una ni otra dirección hasta que decidieran moverse. Fue un espectáculo realmente bello. Disfrutar de esos maravillosos animales a un palmo de tu ventanilla, tumbados e indolentes, ajenos a todo, es algo que no pasa todos los días. Eso sí, quienes íbamos al campamento pensábamos si esa situación serviría como excusa para llegar tarde, porque en estos lugares de acampada oficiales del Kruger las puertas se cierran a las 18.30 y nadie puede estar fuera de los lugares acotados y protegidos, bajo pena de una fuerte multa. ¿Valdría el atasco producido por leones como eximente?
Al día siguiente, tres enormes rinocerontes habían decidido pasar también un rato en mitad de la pista por la que me dirigía hacia Skukuza y me brindaron otro momento inolvidable. Así es el parque nacional Kruger, que con sus 370 kilómetros de largo por unos 66 de ancho, suma casi dos millones de hectáreas de superficie. Personalmente, lo catalogaría entre los seis mejores parques de África para ver fauna local. No es tan salvaje como pueden ser Etosha, en Namibia, o Chobe, en Botsuana. De hecho, está rodeado de civilización y de vida urbana, tanto es así que la escena de los leones que he narrado ocurría a apenas ocho kilómetros en línea recta del McDonald’s y la gasolinera del polígono industrial de Malelane). Tampoco tiene tantos leones como el Serengeti (Tanzania), pero su densidad media de todo tipo de animales es muy superior a la de casi cualquier otro gran parque del continente africano. Por eso es tan famoso. Y concurrido.
El embrión del parque fue la reserva de caza Sabie que promovió en 1898 el presidente Kruger, cuando la actual Sudáfrica no existía aún como país, para “que los animales puedan ser protegidos y la naturaleza pueda seguir siendo intacta como la hizo el Creador”, según sus propias palabras. En aquella época, el comercio de pieles y marfil era un lucrativo negocio. En 1902, James Stephenson-Hamilton, un militar de origen escocés, se convirtió en el primer guardián de la reserva y pasó a la historia por su dedicación a la causa conservacionista (ocupó el puesto 44 años) y su exitosa beligerancia contra el furtivismo. Tanta, que los tsonga que vivían en esas tierras lo apodaron skukuza, “el que lo pone todo patas arriba”. La reserva Sabie y otras vecinas se convirtieron en parque nacional con el nombre de su creador el 31 de mayo de 1926, cuando el Parlamento de Sudáfrica declaró la National Park Act. En 1927 abrió sus puertas al público.
Otro aspecto que lo hace también apetecible es que este es de los pocos parques nacionales africanos que puedes visitar por tu cuenta. Lo más fácil es volar a Johannesburgo, el aeropuerto internacional más cercano y con mejor conectividad con Europa, alquilar un coche allí y en unas cuatro horas y media de excelente carretera te pones en cualquiera de las dos puertas sureñas: la de Malelane o la de Numbi. Mientras no conduzcas por la noche, moverte tú solo por esta ruta es completamente seguro. En la puerta elegida haces los trámites de entrada, pagas la tasa (unos 25 euros diarios) y listo: te puedes mover libremente por el parque. Hay dos tipos de carreteras, las asfaltadas y los caminos de tierra. En las primeras, la velocidad máxima es de 50 kilómetros por hora y en las segundas, de 40. Más velocidad entraña un peligro para los animales que se te van a cruzar en la carretera, sí o sí, e incluso para ti, porque chocar contra un elefante o un rinoceronte es como hacerlo contra un muro de piedra. Además, es absurdo ir más rápido porque lo que se trata es de buscar animales, no de llegar a ningún sitio.
Solo se puede pernoctar en alguno de los 23 campamentos oficiales. En todos hay bungalós de diversos tipos y precios y zonas de acampada. Y en los 12 principales, además hay tienda de recuerdos y de alimentación, información, piscina, restaurante, gasolinera, mirador, charca para ver animales y un tablón metálico donde cada uno va marcando con pequeñas fichas imantadas los lugares donde ha visto grandes animales para ayudar a otros viajeros. Imprescindible comprar nada más llegar el mapa oficial del parque para poder moverte por ese laberinto de carreteras y pistas de tierra.
Repartidas por el parque hay zonas de pícnic con baño (marcadas con P en el mapa), que son las únicas en las que uno puede bajarse del coche. Mi consejo es que reserves alojamiento con antelación en el campamento que desees a través de la página oficial de los parques sudafricanos. En ella puedes contratar también game drives en los vehículos abiertos del parque acompañados por un ranger, que siempre sabrá mejor por dónde andan los grandes mamíferos y dónde apostarse para verlos tú, humilde urbanita.
¿Y cuál es la mejor temporada para visitar el Kruger? En realidad, se puede visitar durante todo el año, pero es mejor evitar junio y julio, invierno profundo, cuando hace mucho frío y los animales están más aletargados. El verano, de diciembre a febrero, es más caluroso, con temperaturas máximas que pueden llegar a 35ºC; el paisaje está verde y espectacular, pero eso mismo impide localizar a los animales en la distancia. La primavera, que va del 1 de septiembre al 30 de noviembre, o el otoño, del 1 de marzo al 31 de mayo, son las temporadas perfectas de temperatura y visibilidad para un safari.
En cuanto al tiempo necesario, depende de tu interés por la fauna. Yo diría que mínimo tres días y dos noches para poder ver algo. Un consejo es que no trates de hacer largas distancias, no por hacer más kilómetros vas a ver más animales. Es mejor planificar dónde están las charcas y aprovechar los amaneceres y los atardeceres para moverse por algunas zonas concretas en torno al campamento elegido. Una ruta clásica, y que nunca falla para una estancia corta, es la que une los campamentos de Skukuza, Berg-en-Dal, Crocodile Bridge y Lower Sabie, todos en el sector sur. Con eso y con un poco de suerte y buena vista, anotas seguro los Big Five y los mil medianos y menores que habitan en esta especie de arca de Noé que se preservó milagrosamente en la frontera entre Sudáfrica y Mozambique.
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