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Burgau: playas, delfines y ‘camarão piri piri’ en el Algarve

A esta aldea se la conoce como “el Santorini portugués”, pero, por suerte, es mucho más gracias a su costa, su encanto y su oferta gastronómica en un entorno rural alejado de la masificación

A la Rua 25 de abril hay días que se la come la playa. Basta que sople el viento —y vaya viento— para que quede escondida bajo una fina capa dorada de arena. Allí es justo donde la vía se ensancha para convertirse en un embarcadero de roca caliza. Es un lugar donde levantar la vista sorprende: un puñado de viejas barcas comparten panorámica con casas blancas rematadas de color azul y una arquitectura ligada a la tradición. Es la razón por la que a Burgau, minúsculo pueblecito que late al ritmo de la calle 25 de abril, se le conoce como “el Santorini portugués”. La comparativa, eso sí, se queda corta. En pocos kilómetros cuadrados es capaz de ofrecer una costa bellísima, senderismo junto a acantilados de paredes pajizas, paseos rurales entre higueras y un variado abanico de alojamientos y restaurantes. Y lo mejor: sin la masificación de las islas griegas.

Ubicada en el concelho de Vila do Bispo, camino de Sagres y a unos 15 kilómetros de la ruidosa —y bonita— ciudad de Lagos, Burgau debe su nombre a un caracol marino muy abundante en la zona, también conocido como caramujo o burrié. La villa, de unos 400 habitantes, nació alrededor de una almadraba de atún en el siglo XVI, continuando una tradición pesquera que antes habían iniciado los romanos, según señala el arqueólogo local Ricardo Soares. Aún se puede ver a los viejos pescadores remendando sus redes con paciencia.

Hace apenas dos décadas era un lugar sencillo, donde el escaso alojamiento lo ofrecían los propios vecinos cuando veían aparecer a algún turista despistado. Hoy ha mutado hasta rendirse al turismo, como la mayoría de la costa portuguesa, pero lo ha hecho sin perder su personalidad. Es algo que se entiende cada mañana, en la padaria (panadería) donde Ermelinda sirve, seria pero amable, panes rústicos y pasteles de nata (Rua Principal, 24). El local es minúsculo. No tiene decoración ni rótulo en la puerta y, dentro, apenas hay un par de estantes y una vitrina donde la mujer despacha a su clientela. Abre a primera hora y las existencias se acaban en minutos. Luego cierra. Y hasta mañana.

Con uno de sus dulces bajo el brazo y un café para llevar de Os amigos (Rua da Praia, 12) desayunar en la playa de Burgau es un regalo. El calor tarda en despertar en estas latitudes y es buena idea aprovechar el fresquito mañanero. Lo saben bien los residentes, como el biólogo marino Rodrigo Clímaco y su mujer, Ana Amaral, a los que se ve de vez en cuando cargar energías al amanecer en una mesita junto al mar. Ambos fundaron la empresa Algarve Dolphin Lovers en 2017. Desde entonces parten casi a diario en busca de delfines y aciertan prácticamente siempre. Aseguran verlos 99 de cada 100 salidas que hacen con su coqueta embarcación por la costa. “No significa que sea fácil encontrarlos, pero como hay muchas especies diferentes y en grandes cantidades, conseguimos esa enorme tasa de éxito”, asegura Amaral.

En ocasiones hay premio extra porque se cruzan con orcas que persiguen atunes, ejemplares de ballena Minke o algún sorprendente rorcual común, el segundo animal más grande del planeta (puede alcanzar los 24 metros de largo). Son tan grandes que a veces se les ve desde la propia playa local. Esta posee igualmente unas buenas dimensiones: 400 metros de largo y una anchura variable que depende de las mareas. Su oleaje también varía. Hay días en los que el océano se agita enfadado, otros en los que se contiene para regalar olas a los surfistas y algunos en los que parece dormir calmado. Disfrutarla en su esplendor requiere —casi— de un curso acelerado de interpretación de las condiciones meteorológicas, que pueden pasar de un extremo a otro en minutos. Aquí todo cambia salvo la temperatura del agua: siempre está helada.

A Clímaco y Amaral es fácil encontrarlos disfrutando del arenal entre amigos. “Lo mejor de Burgau es el sentido de la comunidad y la conexión con el mar”, subraya ella. Es algo que refleja Burgau Lovers, perfil de Instagram creado por Cristiano Silva en 2018 con el objetivo de “mantener con vida, de alguna manera, a los personajes principales del pueblo”, según explica quien nació y se crio en esta aldea. También sube imágenes de sus rincones favoritos, como la panorámica que ofrece el extremo más alto de la Rua da Fortaleza. Allí, cerca de los apartamentos Os Descobrimentos, resisten las ruinas de un fuerte construido en el reinado de João IV a partir de 1640, que sufrió los efectos del devastador terremoto de 1755. Junto a sus viejos muros todo es “puro relax”, dice Silva sobre un lugar cuya vista incluye uno de los tramos litorales más bellos del Barlavento algarvío.

Hacia el este, un sendero sobre los acantilados llega hasta Praia da Luz y la Casa Elíptica del arquitecto Mário Martins. Hacia el oeste, más allá del Nova Beach Club, otra senda se adentra en deslavazados pinares hasta llegar a la playa Cabanas Velhas. Ambas rutas son aptas para la bicicleta, como la minúscula carretera que, camino de Almádena, serpentea entre higueras, almendros y huertas de tierra anaranjada, ya en el inicio del Parque Natural del Suroeste Alentejano y Costa Vicentina.

Platos locales y vinos naturales

De vuelta a las callecitas del casco urbano, junto a la padaria de Ermelinda, hay una singular parada de autobús intervenida por el artista Jorge Pereira. A su lado nacen la Rua 25 de Abril y la da Praia. Paralelas, parecen hermanas. Son estrechas, están tamizadas del clásico empedrado del Algarve y conforman las arterias principales de un pequeño laberinto de callejuelas que esconden buganvillas, recovecos con vistas al mar y toallas al sol. Acogen también un amplio catálogo de restaurantes.

Uno de los últimos en llegar es SUL, que Sara Madeira y Rafael Reis abrieron en junio de 2024. Lo hicieron porque durante la pandemia pasaron tiempo en el pueblo —donde él tiene sus raíces familiares— y la experiencia les convenció tanto que dejaron atrás su casa en Lisboa para abrir este negocio. “Mostramos los ingredientes del Algarve y las recetas tradicionales del sur de Portugal, pero presentándolas de una manera contemporánea”, explican. Abren para el brunch de la mañana con propuestas como la rabanada —versión portuguesa de la tostada francesa— y siguen durante el mediodía y la cena. La caldeirada y el tamboril —rape— son los platos favoritos de sus clientes. Todo se puede —y debe—maridar con vinos naturales, que conforman el 90% de su bodega. Ya tomar cualquiera de ellos en su terraza, con una exquisita barra con el océano de fondo, es una delicia; pero como hay casi cien referencias y pueden surgir dudas, ellos recomiendan Vinha do Rossio, Herdade do Cebolal, un blanco de 2022 del Alentejo.

Cerca, Esquina ofrece platos locales con la cataplana como estrella y O clube tiene sardinas para el almuerzo. Pielas Bar sobrevive como el bar más antiguo de la localidad con ricos cócteles y Love Burgau tiene pizzas y combinados. Miam es la estrella para el turismo de mayoría británica. Su terraza y su estética plagada de blancos y azules son fundamentales para que parezca un rinconcito griego trasplantado a Portugal. Cristiano Silva también regenta Pingas Bar, donde promete ostras, tapas y cócteles, como su famoso Basil Smash de albahaca.

Bajando, ya entre el aroma a salitre del Atlántico, el renovado comedor de Barraca —abierto en 1978— propone un menú que barre para casa. “Introducimos sabores y gustos portugueses, pero en una versión un poco más joven”, cuenta una de sus responsables, Beatriz Silva, que dirige un equipo con 12 nacionalidades diferentes. Brocheta de pulpo y camarão piri piri, una ensalada algarvía o unos mejillones al vino forman parte de su carta. “Tratamos de crear un menú que haga que la gente quiera probar un poco de todo”, añade antes de subrayar cómo la playa, a pies de su restaurante, “ofrecer atardeceres y amaneceres increíbles”.

Se disfrutan, y mucho, desde el cercano puesto de la Guardia Fiscal de Burgau. Es un coqueto edificio, hoy abandonado, que fue levantado a mediados del siglo XX para controlar las actividades marítimas, desde la pesca al contrabando, según señala Mara Silva desde el Posto de Turismo de Sagres. En su puerta hay dos bancos para dejar pasar el tiempo cada tarde con un helado de limón y mandarina de Brizze Ice Cream, a escasos pasos. Desde allí se ve cómo los clientes de A Prateleira se preparan para ver la caída del sol mientras toman sitio en sillas de tela y madera. Saborean una cerveza —Sagres, Cristal, Super Bock— un vino o una sangría, a veces acompañados con música en directo. Así las horas se expanden mientras el cielo se tiñe de naranja y hasta hay tiempo de escribir postales. Con amor, desde el Algarve.

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