Las buenas maneras, víctimas colaterales del sobreturismo en Japón
Los nuevos viajeros llegan menos preparados culturalmente y el país se resiente: la mala educación, la aglomeración en el transporte público y el hacinamiento en los barrios con atracciones turísticas suponen los mayores retos para los japoneses, educados en evitar la confrontación
La extrema cortesía y el buen comportamiento en los espacios públicos son las víctimas colaterales del sobreturismo en Japón, un destino cuya fama entre los turistas, la gran mayoría más interesados en compras que en cultura, aumenta a medida que la divisa nipona se deprecia. “Últimamente, hay más visitantes que aterrizan a ciegas, sin ningún conocimiento previo de la cultura”, se lamenta Enrique Medina, fotógrafo madrileño y guía turístico que acompaña por Japón a grupos venidos sobre todo de España y América Latina. “Hasta hace poco, el turista extranjero solía llegar a Japón con los deberes hechos”, continúa. Cita como ejemplo a los que aterrizaban en abril para ver los cerezos en flor, un esperado acontecimiento anual que cubre de rosa pálido parques y avenidas de todo el archipiélago. Pero la consigna actual es “menos templos y más compras; menos sushi y más comida rápida”, agrega Medina, y cita la devaluación del yen, que este año ha tocado mínimos históricos frente al euro y al dólar.
Los guías turísticos se esmeran en explicar a sus clientes las normas cívicas de un país que vivió más de 200 años cerrado al mundo (entre los siglos XVII y XIX), y cuyos intercambios diarios se rigen por una etiqueta intrincada y demasiado rigurosa para los estándares occidentales. Los turistas escuchan maravillados las descripciones que guías como Enrique Medina hacen del comportamiento de los pasajeros en el metro de Tokio. El tren se espera en ordenadas y silenciosas formaciones para agilizar la subida y la bajada de los pasajeros y evitar el más mínimo retraso en la partida. Fuera de las horas punta, los vagones suelen ser espacios de sosiego y se acata a rajatabla la norma de no hablar por el móvil. Pero una vez les llega su turno, los turistas suben al vagón e invaden el ambiente con sus gritos y gestos festivos. Muchos pasajeros japoneses se molestan, pero, al haber sido educados para evitar la confrontación, optan por cambiar de vagón.
En las rutas céntricas el fenómeno es recurrente y las empresas de metro llevan a cabo campañas educativas con carteles ilustrados. Uno de la compañía Toei Transportation muestra tres monos sentados en un vagón dando voces mientras a su lado un zorro intenta leer, una osa polar consuela a su asustado cachorro que llora y una ardilla se lleva indignada las manos a la cabeza. “Piense en su entorno”, reza la frase del cartel y que ha sido traducida al inglés, además de chino y coreano, las dos nacionalidades mayoritarias del turismo en el país. La ilustración es una referencia a los Tres monos sabios, una talla de madera popular entre los turistas que muestra a un simio que se tapa los ojos, otro que se tapa la boca y el último que se tapa los oídos y que, según la tradición, significa “no ver el mal, no oír el mal, no decir el mal”. La campaña tiene el propósito de “ofrecer comodidad a los pasajeros y crear armonía”, según explica a EL PAÍS una portavoz de Toei Transportation.
Una encuesta de la consultora EY Japan reveló que las tres peores consecuencias del sobreturismo son las malas maneras, la aglomeración en los transportes públicos y el hacinamiento en los barrios que tienen atracciones turísticas.
Por su tamaño reducido y sus numerosos atractivos tradicionales, Kioto es una de las ciudades que más padece el ímpetu del turismo masivo. En el barrio tradicional de Gion las hordas de turistas armados de cámaras y móviles asedian con tal insistencia a las geishas, y a sus aprendices llamadas maiko, que los medios locales acuñaron el mote “geisha-paparazzi”. El gobierno local cerró al público algunos accesos a Gion, puso carteles con avisos de “no tomar fotos” y multas de 60 euros por infracción.
La medida más mediática para hacer frente a los excesos del turismo fue la instalación el pasado mes de mayo de una enorme lona negra para impedir fotografiar el monte Fuji en la localidad de Kawaguchiko, al oeste de Tokio. El objetivo era desanimar a los visitantes que se subían a los techos de las casas o interrumpían el tráfico por obtener la toma viralizada de un local de la cadena Lawson coronado por el emblemático volcán de 3.776 metros de altura. A finales de agosto, tras una alerta de tifón, la lona fue desmontada y, según declaró el alcalde de Kawaguchi a los medios locales, no se volverá a instalar, pues los turistas extranjeros “se han dado cuenta de que tales medidas son innecesarias si se observan las buenas maneras”. Algunos medios informaron, sin embargo, que los turistas habían descubierto otra tienda en la zona donde se obtiene una imagen similar.
Un estudio reciente publicado por el diario Japan Times señala que el país asiático recibió 25 millones de viajeros internacionales en 2023, una proporción de 0,2 turistas per cápita, considerada baja comparada con Francia y España, que reciben respectivamente 1,5 y 1,8 turistas per cápita. Japón aspira a recibir 60 millones de visitantes para finales de la década, lo que elevaría los visitantes a aproximadamente 0,5 per cápita, cifra que, según el mismo estudio, es aún baja para los estándares europeos.
Para Teruo Nakanishi, un taxista en la sesentena que trabaja en Kioto, el turismo masivo afecta solo a sus barrios céntricos y ha revitalizado la economía de su ciudad. “Han surgido muchos hoteles y pensiones, incluso en calles donde es muy difícil circular en coche”, dice en referencia al milenario trazado de la ciudad, que fue excluida de los bombardeos estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial por su gran patrimonio cultural. Agradece que empresas de taxi en Kioto anuncien vacantes para personas con un máximo de 64 años debido a la falta de mano de obra, agravada por el envejecimiento de la población.
Otra consecuencia que empieza a aflorar es la paulatina aceptación de la inmigración extranjera, pues muchos hoteles y comercios en Kioto, y otras ciudades japonesas, dependen de personal filipino o vietnamita para sus servicios de restauración y limpieza.
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