Descifrando Gardaya, reino mozabito en pleno desierto argelino
Esta provincia o ‘wilaya’, compuesta por cinco villas al sur de Argelia, se caracteriza por su cultura ligada a esta etnia bereber, el ambiente de sus ‘ksour’ y por el trazado de sus núcleos urbanos con apariencia de cuadro cubista
Vayan cuando vayan, Gardaya les recibirá con una ceremonia orquestada por el sol. El astro rey marca la rutina en esta ciudad argelina. Las actividades suelen establecerse en las orillas del día, cuando el amanecer o el atardecer apaciguan el calor impío. Y solo algún incauto se atreverá a caminar por sus calles arenosas en las horas centrales, dedicadas al reposo en la sombra. El rest...
Vayan cuando vayan, Gardaya les recibirá con una ceremonia orquestada por el sol. El astro rey marca la rutina en esta ciudad argelina. Las actividades suelen establecerse en las orillas del día, cuando el amanecer o el atardecer apaciguan el calor impío. Y solo algún incauto se atreverá a caminar por sus calles arenosas en las horas centrales, dedicadas al reposo en la sombra. El resto del tiempo, no obstante, se desplegará ante el visitante todo un elenco de sensaciones para paliar este lapso. Temprano, apenas despegando el alba, se escuchará el trémulo vaivén de los bazares, con su olor a especias y encurtidos. Y en el ocaso, con el lacerante resplandor amainado, aflora el mercadeo, las charlas de cafetín y los viandantes en chilaba, obstinados en descifrar enigmas que solo ocurren frente a sus ojos.
A esas horas, por ejemplo, hay quien tira de su camello para comerciar en el centro de una plaza, quien inventa una rifa y encadena alaridos ante un público boquiabierto o hasta el adolescente que porta una caja con cabezas de cordero para sacar unas monedas. En esos instantes es cuando se mastican los encantos de Gardaya, que presume de ser el reino de los mozabitos, una etnia bereber con lengua propia, una cultura arraigada a esta zona geográfica y costumbres tan llamativas como que las mujeres solo dejan al aire un ojo. Singularidades que se acompañan de la paz del desierto, los cabeceos silenciosos en forma de saludo o la escuálida oferta gastronómica, reducida al imperante cuscús o a algún guiso de cordero.
Situada a unos 600 kilómetros al sur de Argel, la capital del país, Gardaya posee el aroma suave del páramo, el ajetreo acorde a su dispersa organización y la excepcionalidad de lo ignoto. No hay mucho turista en este territorio de palmeras y suelo pedregoso. Influyen las complicadas comunicaciones dentro del país y el desconocimiento que envuelve a Argelia, a pesar de su proximidad con Europa y sus lazos históricos. Vínculos que explican este trasvase de visitas anuales: la mayoría son familias argelinas de vacaciones que residen en otros lugares como Canadá, Bélgica o Francia, país del que se independizó en 1962. Esta urbe en concreto sí que anda lejos física y emocionalmente de enclaves costeros como Orán o las ruinas romanas de Tipasa, con una mezcla de arquitectura mediterránea y árabe. Por sus calles impera un fuerte carácter trashumante, habitual en el Sáhara, al que da paso.
Lo demuestran no solo el ropaje y los rituales de sus moradores en torno a un té o a unos dulces de dátiles y miel. También los centenares de migrantes que llegan aquí desde diferentes puntos del continente africano, más allá de la inmensidad desértica, y esperan hasta su siguiente destino en la ruta hacia Europa. Son los nuevos nómadas de la región, que ya ha abandonado esa tradición y presenta asentamientos permanentes como este o El Menia, al sur y en las faldas de la cordillera del Atlas. A ambas poblaciones se las conoce como wilayas o provincias. Gardaya responde a esta categoría, con una división en cinco núcleos: es una pentápolis en la que ejerce de capital y orbita sobre otras cuatro aldeas (Beni Isguen, Melika, Bounoura y El Ateuf).
Con el río Mzab dividiendo su trazado ―y dándole nombre al valle y a este subgrupo religioso, los mozabitos―, Gardaya reúne algunos de los atractivos dignos de su categoría: cuenta con la plaza principal más grande de todas, del siglo XI, y con un enmarañado zoco rodeándola. Este ksour, o ciudadela amurallada, el principal de los cinco, parece desde las alturas un tapiz en tres dimensiones: los edificios, con diferentes grados de un color marrón desteñido, se solapan como cajas. Entre medias, aún pasean los burros cargando la basura y se prohíbe el acceso motorizado salvo para traslado de mercancía. La filósofa francesa Simone de Beauvoir la comparó con “un cuadro cubista, bellamente construido” y en 1982 fue declarada patrimonio mundial por la Unesco.
Unos kilómetros a las afueras, el paisaje modulado por lo ocre y lo parduzco se altera y surge un pequeño barrio. Entre pasillos embarrados y una torre que convoca al rezo, este se yergue como un oasis donde crecen las palmeras. De sus frutos se nutren los vecinos, que trepan con agilidad por el tronco para arrancarlos aún secos y los dejan madurar hasta que adquieren su textura almibarada. Estos se nutren a la vez del agua subterránea, que en época de lluvias rebosa y forma un torrente ladera abajo. Gracias a ese maná se mantienen el resto del año, cuando cruzar los puentes del río es un capricho y decenas de motos o coches van directamente por su cauce, seco.
Para alcanzar ese rincón se puede alternar furgonetas o motos, pero es aconsejable ir acompañado por alguien local. En Gardaya ya existe una oficina que asiste a los turistas, a pesar de que conocen las barreras burocráticas o la escasa promoción para pisar Argelia. Baamour Tebbakh es uno de estos guías y el fundador de la agrupación que cuida su patrimonio. Alaba su arquitectura, la diversidad y la organización “especial y única” de los mozabitos, creencia a la que él pertenece. “Está habitado principalmente por este grupo y se data su origen desde 4.000 años antes de Cristo. Después ha atravesado muchas épocas, marcadas por el nacimiento del islam”, detalla.
Gardaya es capital administrativa y comercial, y de donde salen los transportes a otras ciudades. Y es donde se congregan unas 100.000 personas de las 300.000 afincadas en el valle, según el censo de 2008. Se dice que el nombre se debe a Daian, una mujer alojada en una cueva de la zona, aunque es más probable que provenga de la palabra castillo en lengua tamazul. Entre las villas amuralladas hay distancias de hasta siete kilómetros, siempre en los márgenes del río. En todas se observa en lo alto el palacio o templo de rezo, con sus horarios para orar y sus restricciones al extranjero: no pueden estar durante la homilía. Aparte, se comprueba la uniformidad de sus viviendas, que responde a una fórmula fácil: “Barato, simple y sostenible”, según los ingredientes que indica Tebbakh.
“Nadie tiene el derecho de construir más de siete metros y medio, para que no haya desigualdad entre pobres y ricos. Y sirve para aprovechar todas las ventajas del sol y el aire, con conductos para la ventilación”, esgrime el guía, que señala la ausencia de restaurantes: “No hay muchos porque a los mozabitos les gusta trabajar e irse a casa, a comer o cenar con la familia. Aunque nos gusta celebrar también ese esfuerzo: no pasan más de 40 días sin que hagamos una fiesta”, sonríe el guía, enumerando las combinaciones de carne con verduras que abundan en esas reuniones y aludiendo a las mayores preocupaciones que les acechan: “En el valle del Mzab nos juntamos en poco espacio y no nos esparcimos por miedo a las inundaciones”, comenta, alabando el sistema de irrigación como el del palmeral cercano, “de hace más de ocho siglos y fuente de inspiración para otros países que entran en conflictos por el agua”.
La vida en los ‘‘ksour’
Se comprueba en los demás ksour. Las mezquitas siguen alzándose en medio de un trazado ejecutado en círculos concéntricos, de casas de arena y yeso, con un cementerio en un lateral y una plaza que ejerce de corazón. En ella late el bullicio, con puestos de ropa, de fruta o de mantas, una de las mayores industrias del lugar. Además, en algunas se ve una especie de banco en forma de media luna (denominado huita) donde se sentaban los domannes o representantes de cada tribu para negociar. Ahora conserva esa función, pero su uso está más destinado a quienes descansan de una jornada cargando o repartiendo productos.
Melika y Bounoura, en el lado izquierdo, son los más relajados. El Ateuf y Ben Isguén gozan de más trajín. En la primera corretean niños por sus alambicadas callejuelas y se aspira el cielo en una de sus empinadas subidas, donde se contempla la panorámica entera y su joya: la mezquita. Al contrario que en las otras, es un edifico plano. De paredes blancas que en fotos antiguas lucen de un azul pálido y que se contorsionan sin esquinas: su diseño se aproxima más al modernismo de Gaudí que a los de otros lugares de culto repartidos por el norte de África u Oriente Próximo. Y seduce en su parquedad, con grandes boquetes como elipses gracias a los que la umbría adquiere brillos sutiles. Los viandantes que la bordean aseguran que el arquitecto Le Corbusier, aquel que afirmaba que “la arquitectura es cuestión de armonías, una pura creación del espíritu”, quedó hipnotizado por su embrujo.
Ben Isguén, por su parte, es la que se percibe más angulosa y ordenada, pero no por eso menos bullanguera. Aparte de sus escalinatas, en la plazuela se arremolina la expresión más corpórea de la vida en este punto de Argelia. El bazar de las tardes es un vodevil de cuentacuentos, quincalleros, merodeadores calmados, vendedores nerviosos y un continuo repiqueteo de monedas. Hay quien cierra compras con un apretón de manos, quien cuenta los billetes con habilidad de crupier y quienes, como espectadores infantiles, utilizan este plató para jugar al escondite entre cachivaches.
Y no solo eso: en Ben Isguén, tierra santa de los mozabitos, las mujeres caminan sin interactuar con el jolgorio. A todas las que profesan esta fe en el valle se las relega a la invisibilidad: su papel desde que se casan ―en torno a los 20 años, tras un lustro de noviazgo― está relegado a las tareas de la casa. Viven con los ingresos del marido y encargándose de la crianza de los hijos. Fuera no hablan y marchan deprisa, sin interactuar con el sexo opuesto. Su atuendo, que algunos catalogan como muestra de una profunda identidad, rehúye el contacto: van tapadas con un manto blanco, el ahuli, que cubre el cuerpo, cabeza y tapa la cara entera, dejando a la vista un ojo. Cíclopes andantes, con una mano encargada de agarrar la tela para mantener ese pequeño orificio libre y de que nada se salga de su perímetro. Esta mecánica se aplica en cualquier época. Ya sea verano, invierno o incluso en esas horas en las que el sol gobierna con hostilidad.
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