Sed de cerveza y tradición: Múnich abraza de nuevo el Oktoberfest tras dos años de pandemia
El mayor festival folclórico del mundo espera a seis millones de visitantes que riegan de euros la capital de Baviera. Trajes típicos, comida, bebida y música son los protagonistas de una celebración orgullosa de sus raíces históricas
No son ni las doce del mediodía y un ruidoso grupo de veinteañeros ya está dando cuenta de unas salchichas y pollos a la parrilla y brindando —¡Prost!— con gruesas jarras de cerveza de un litro. “¡Y es la segunda ronda!”, exclama Jörg, técnico informático de 27 años, con las mejillas coloradas. Es martes, y todos deberían estar trabajando o estudiando, pero esto es el Oktoberfest, en Múnich, uno de los festivales folclóricos más concurridos del mundo, si no el que más. Es muy habitual que los muniqueses pidan vacaciones en sus ...
No son ni las doce del mediodía y un ruidoso grupo de veinteañeros ya está dando cuenta de unas salchichas y pollos a la parrilla y brindando —¡Prost!— con gruesas jarras de cerveza de un litro. “¡Y es la segunda ronda!”, exclama Jörg, técnico informático de 27 años, con las mejillas coloradas. Es martes, y todos deberían estar trabajando o estudiando, pero esto es el Oktoberfest, en Múnich, uno de los festivales folclóricos más concurridos del mundo, si no el que más. Es muy habitual que los muniqueses pidan vacaciones en sus empresas para acudir varios días al Theresienwiese (prado de Teresa), o Wiesn, mientras se celebra la fiesta, que pese a su nombre transcurre mayoritariamente en septiembre. Este 2022, con más razón. La sed de cerveza, tradición y juerga es evidente tras dos años de abstinencia obligada por la pandemia.
Todo son grandes cifras en el Oktoberfest, que este año se celebra desde el 17 de septiembre y hasta el próximo lunes, 3 de octubre. Si la asistencia es comparable a la de otras ediciones, se esperan seis millones de visitantes, que se beberán alrededor de 7,8 millones de litros de cerveza y consumirán casi 435.000 pollos asados —más populares que las salchichas—, según los datos de 2019. Para Múnich, la capital de Baviera, el Oktoberfest es mucho más que un festival: además del dinero que se dejan los visitantes en el recinto, inyecta varios centenares de millones más en los hoteles y restaurantes de la ciudad alemana y supone un escaparate turístico inmejorable para darla a conocer en todo el mundo.
El primer día de Oktoberfest se vivieron escenas de auténtica euforia. La televisión pública mostró las carreras de visitantes ataviados con los trajes tradicionales bávaros, los lederhosen (pantalones de cuero) en el caso de los hombres, el dirndl en el de las mujeres, bajo la llovizna para hacerse con un buen sitio en las carpas en cuanto se abrió el recinto, a las nueve de la mañana. La entrada al Wiesn, como se conoce popularmente el lugar, es gratuita, pero para consumir en una de las 17 grandes carpas que montan las cerveceras suele ser necesario reservar y se exige consumición mínima. Ofrecen comida, bebida y música en directo, que puede ir de la más tradicional a los éxitos pop y rock más recientes, incluida la controvertida Layla, vetada en otras fiestas populares este verano por su letra sexista. Y es conveniente entrar en alguna de estas carpas, porque es donde se cuece la fiesta.
“Aquí la gente espera el Oktoberfest todo el año. Es como los carnavales en otras partes de Alemania. Y cuando llega, tiran la casa por la ventana”, cuenta Federico Gutiérrez, jefe de cocina de la Kufflers Weinzelt, en un descanso antes de que se llene la única carpa que sirve vino y donde la hora de cierre se alarga hasta pasada la una de la mañana. Hijo de españoles emigrados, Gutiérrez, de 60 años, lleva 30 ediciones seguidas del Oktoberfest. El término carpa (zelt, en alemán) puede llevar a confusión. Nada que ver con las de lona que se montan en un pispás en cualquier feria; estas están construidas en madera, a imitación de las casas tradicionales bávaras, tienen varias plantas y empiezan a levantarse tres o cuatro meses antes. Montar y desmontar la que alberga la cocina de Gutiérrez, que es de las más pequeñas (1.600 personas sentadas solo en el interior), cuesta un millón de euros, apunta.
La tradición lo impregna todo en esta fiesta. Está en los trajes típicos, que se agencian incluso los visitantes extranjeros, en la comida, pero especialmente en la cerveza. La Oktoberfest tiene su origen en una carrera de caballos con la que en 1810 se celebró la boda del príncipe heredero Luis de Baviera con la princesa Teresa de Sajonia-Hildburghausen —de ahí el nombre del prado—. Solo seis cervecerías históricas, las que la elaboran el producto en Múnich y con agua de la ciudad, gozan del privilegio de servir aquí: Paulaner, su filial Hacker-Pschorr, Löwenbräu, Spaten, Augustiner y Hofbräu, que es pública ya que pertenece al Estado libre de Baviera. Cada marca tiene su carpa y cada año fabrica una cerveza especial para la ocasión.
El negocio que hacen en el Wiesn las cerveceras es relativo, ya que el festival dura poco más de dos semanas, pero el retorno en publicidad no tiene precio, reconoce Florian Ney, director de los mercados internacionales de Paulaner. La marca vende en 75 países y el Oktoberfest es clave para su estrategia global de marketing. “Es un evento auténtico, único y exclusivo”, dice Ney, aunque cada año se replica en festivales locales por todo el mundo, de Europa a China.
La protagonista absoluta es la cerveza. Salvo la excepción de la carpa del vino, no se sirve otra cosa. Y tiene que ser en la célebre Maß, la jarra de cristal de un litro que este año ha subido hasta los 13,5 euros por culpa de la inflación. A Stephan Kuffler, el jefe de la Weinzelt, no le preocupa demasiado que los alemanes vayan a aflojar menos el bolsillo ahora que se avecina una recesión: “La gente está de vacaciones. Vienen bien vestidos, disfrutan de la música y la decoración, de la atmósfera… y gastan dinero. Durante la pandemia no viajaron, no pudieron ir a muchos sitios. Ahora estamos vacunados y es el momento de juntarse y ser felices bebiendo cerveza”, dice este empresario dueño de varios restaurantes en la ciudad.
No se ven mascarillas en el Wiesn. La Oktoberfest ha dejado atrás la pandemia por completo. Aunque hace unos meses las autoridades bávaras barajaban pedir el certificado de vacunación, finalmente la fiesta de la cerveza, a la que llegan visitantes de todo el mundo —especialmente de Estados Unidos— , se está celebrando sin restricciones. Las advertencias de los expertos, que ven muy probable una explosión de contagios a las puertas del invierno, han caído en saco roto. “¿Qué podríamos hacer, exigir a la gente llevar mascarillas para entrar? También hay discotecas, teatros, cines, estadios de fútbol y grandes conciertos donde se reúne la gente”, dice Clemens Baumgärtner, que como concejal de Economía de la ciudad ejerce también de alcalde y maestro de ceremonias del Wiesn.
Ver cómo se dispensa la bebida es un espectáculo en sí mismo. En la carpa de Pschorr, una mole que acoge en su interior a 6.000 personas, la cerveza viaja 220 metros por tuberías desde tres enormes tanques de acero inoxidable. De ahí sale a un grado bajo cero; en los grifos se sirve a dos grados para que en el momento de degustarla en la mesa esté a cuatro, la temperatura ideal, explica Christian Höflinger, de la cervecera Hacker-Pschorr. Entre el estruendo del local, que a las cinco de la tarde está ya a reventar y con el personal de pie y coreando éxitos de pop alrededor de sus mesas, añade que para llenar una Maß apenas hacen falta tres segundos.
Además de las grandes carpas de las cerveceras, hay otras 21 más pequeñas y variadas. Son restaurantes que sirven distintas especialidades bávaras y extranjeras —también hay comida vegana— o pastelerías, y están decoradas como recargadas cabañas bávaras o castillos de cuento con colores chillones. En una es fácil adivinar en qué se especializa: dos enormes figuras animatrónicas con sombrero de chef asan un pollo. Los trajes tradicionales, las atracciones de feria y los puestos de comida y recuerdos completan un paisaje que parece no haber cambiado en décadas.
“¿Modernizar el Oktoberfest? ¿Por qué? Perdería su esencia”, reflexiona Baumgärtner. Las bombillas ahora son LED y toda la pradera, que ocupa el equivalente a 39 campos de fútbol en pleno centro de Múnich, está vigilada con cámaras de seguridad, apunta el alcalde. La oferta gastronómica se ha adaptado a los tiempos y ya no solo consiste en codillo y Weißwurst. Pero ahí acaba la modernidad. “No somos un festival pop y no queremos serlo. No queremos perder nuestras raíces históricas porque son las que nos distinguen”, insiste. El hecho de que el Oktoberfest siga siendo enormemente popular entre los jóvenes, tanto muniqueses como extranjeros, avala su tesis.
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