La ‘matera’ de Uruguay

La pequeña, pero monumental, Colonia del Sacramento sorprende al otro lado del río de la Plata, a un salto de Buenos Aires

Alrededores de la plaza mayor 25 de mayo en Colonia del Sacramento.Heinz Hebelsen

“¡Ah! Vos sos uruguaya, pero de allá”, dice, la guía (guías oficiales por unos 3 euros la visita) al oír hablar castellano del otro lado del Atlántico. Un segundo después, muestra una enorme sonrisa y promete revelar todos los secretos de Colonia del Sacramento, la bella ciudad de Uruguay, frente a Buenos Aires, al otro lado del río de la Plata (Buquebus, unos 73 euros ida y vuelta). Devuelves la sonrisa y te preguntas si esa matera que lleva puesta -una especie de cartera en la que se guarda el termo de agua caliente para rellenar el mate- será un vicio adquirido. Pronto descubres qu...

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“¡Ah! Vos sos uruguaya, pero de allá”, dice, la guía (guías oficiales por unos 3 euros la visita) al oír hablar castellano del otro lado del Atlántico. Un segundo después, muestra una enorme sonrisa y promete revelar todos los secretos de Colonia del Sacramento, la bella ciudad de Uruguay, frente a Buenos Aires, al otro lado del río de la Plata (Buquebus, unos 73 euros ida y vuelta). Devuelves la sonrisa y te preguntas si esa matera que lleva puesta -una especie de cartera en la que se guarda el termo de agua caliente para rellenar el mate- será un vicio adquirido. Pronto descubres que no: casi todos los uruguayos tienen una y sorben de la bombilla en cualquier lugar. Así que, si uno quiere mimetizarse, tendrá que buscar una.

Aunque Colonia es una ciudad de casi 22.000 habitantes, el casco antiguo se recorre en apenas una hora. Su arquitectura y su trazado reflejan el carácter de estos territorios, por los que pelearon durante un siglo España y Portugal a base de construcciones, asedios, tratados y alianzas políticas metiendo en el fregado a otras potencias europeas. El Barrio Histórico, que sincretiza la tradición arquitectónica portuguesa e hispánica, enriquecida por los aportes de artesanos italianos y franceses de finales del siglo XIX, fue el principal argumento para entrar a formar parte de la lista del patrimonio mundial en 1995.

Un Citroen 11 clásico en una de las calles del centro de la ciudad uruguaya.I.H.R

Merece la pena visitar los museos de la ciudad, ocho en total, pequeños, pero llenos de curiosidades. El Museo del Período Histórico Español (calle San José y España, 152), con las picassianas pinturas de Páez Vilaróy; y, por supuesto, su homólogo portugués (sector sur de Plaza Mayor), más etnográfico. No hay que olvidarse del Museo Municipal (calle del Comercio, 77) ni de la Casa de Nacarello (calle del Comercio y Henríquez de la Peña), una típica casona portuguesa del siglo XVIII. En el museo dedicado al Azulejo (Misiones de los Tapes, 104) se esconden piezas catalanas que vienen a confirmar la influencia ibérica; la plaza de toros es otro testigo de esa época.

Pero lo más hermoso es, sin duda, pasear por las calles empedradas, cuyas esquinas nos descubren a ratos las vistas del río de la Plata. Algunas de ellas con nombre propio como la de los Suspiros, que debe tan poético mote a las atenciones que las mujeres ofrecían en este lugar a marineros y soldados; efímero amor de pago. Vaya un suspiro por ellas y un brindis a su salud con un té bien caliente con el delicado sabor del lemmon pie de La Ganache (calle Real, 178), que deja un curioso picor en la lengua.

Las ruinas del convento de San Francisco son el paso para llegar al faro, desde cuya linterna, a 118 escalones de altura, las vistas son espectaculares. Sobre todo a la hora de la puesta de sol, que merecería un capítulo completo en Colonia. Aunque, si se pregunta a los lugareños, dirán que el mejor atardecer se disfruta desde el Puerto Viejo, donde la isla de San Gabriel va ocultando el día teñido de rojos imposibles.

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La jornada termina con una cena en El Drugstore (calle Portugal, 174). Aunque de nombre tan norteamericano, se trata de un coqueto restaurante de esos a los que llaman pulperías. No hay ni rastro de pulpo en su carta. Lo suple con un excelente pescado del día, cocinado a la vista con un estilo entre japonés e italiano. De fondo, música en directo; en la copa, un trago de ese maravilloso tinto que es el malbec.

Al bajar del barco, de vuelta a Buenos Aires, te preguntan: “¿De Urugay, venís?”. Y, cuando  contestas que sí –más no hace falta para un porteño–, dice: “Pero vos no sos uruguaya”. Y tú, acariciando la matera de cuero recién estrenada, contestas con media sonrisa: “Sí, pero uruguaya de allá”.

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