Columna

Desconfianza tecnológica

Confinados, hiperconectados y recelosos ante la democracia digital y el uso de los móviles para controlar la pandemia

Aplicación que detecta afectados de coronavirus en las inmediaciones.ZIGOR ALDAMA

Crece a toda velocidad nuestra vida digital, tanto como se limita nuestra libertad de desplazamiento. Las redes sociales se han convertido en un patio de vecinos global en el que se cruzan conversaciones y peleas. Confinados e hipercomunicados. Muy propio de los seres contradictorios y discutidores que somos. Lloramos por las tiendas de barrio pero alimentamos el comercio electrónico. Apreciamos el aire puro pero añoramos los vuelos low cost. Nos aferramos al teletrabajo pero dependemos del esfuerzo físico de quienes se desplazan y atienden las tareas más peligrosas, en los h...

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Crece a toda velocidad nuestra vida digital, tanto como se limita nuestra libertad de desplazamiento. Las redes sociales se han convertido en un patio de vecinos global en el que se cruzan conversaciones y peleas. Confinados e hipercomunicados. Muy propio de los seres contradictorios y discutidores que somos. Lloramos por las tiendas de barrio pero alimentamos el comercio electrónico. Apreciamos el aire puro pero añoramos los vuelos low cost. Nos aferramos al teletrabajo pero dependemos del esfuerzo físico de quienes se desplazan y atienden las tareas más peligrosas, en los hospitales especialmente. Queremos evitar el virus pero recelamos de la Administración que cuida de nuestra salud colectiva.

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Está en nuestra esencia: queremos una cosa y la contraria. Acariciamos el teléfono mientras reprimimos el impulso conservador que quiere tirarlo por la ventana de nuestro confinamiento. No queremos perder las libertades ni el derecho de voto, pero sospechamos de las urnas electrónicas. Pedimos la protección de nuestra salud pero nos fastidia que nuestros teléfonos puedan servir para vigilar nuestros comportamientos.

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Lo queremos todo, tal como recogen tantos idiomas en sus dichos populares: la mantequilla y el dinero de la mantequilla, comer el pastel y seguir teniéndolo, repicar e ir a la procesión. Este capitalismo voraz y desenfrenado nos ha criado como niños consentidos. Antes con las vacas gordas y ahora con las vacas flacas, alguien —los políticos, el Estado, una nación o algo sagrado, Europa, los partidos— tiene que traernos resuelto el problema. Anarquistas en la opulencia, estatalistas en la miseria.

Todo dispuesto para seguir en la minoría de edad. De atender a las críticas solemnes contra la tecnología digital, ya sea para controlar el coronavirus, ya para ir a votar, se diría que nos hemos rendido antes de luchar, paralizados por las amenazas apocalípticas. ¿Permitiremos por aversión a la tecnología digital la paralización de la democracia y de sus instituciones, el Estado de derecho, las elecciones, los debates parlamentarios y el control de los Gobiernos? ¿Descartaremos la persecución de los virus desde nuestros teléfonos móviles desde la convicción pusilánime de nuestra incapacidad para avanzar contra las pandemias sin entregar nuestros datos a los excesos de un Leviatán todopoderoso?

Nada está ganado de antemano. La democracia es el combate por la democracia, como la salud el combate por la salud. No desconfiamos de la tecnología, sino de nosotros mismos.

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