Columna

Política modesta y política pequeña

La primera debería ser la política normal mientras que la segunda tiene las patas cortas y un enfoque miope, su capacidad transformadora es mínima

La ministra González Laya, el pasado 7 de febrero. J.C. Hidalgo (EFE)

El pasado viernes escuché en la Cadena SER una entrevista a la ministra de Asuntos Exteriores, Arantxa González Laya, que me produjo muy buena impresión. Más que por lo que dijo, que también, por la forma y el tono didáctico con el que abordaba las respuestas. En ningún momento dio la impresión de esa suficiencia a la que algunos políticos nos tienen acostumbrados, que en cuanto llegan al cargo parece que lo hubieran ocupado toda la vida. Dos cosas en particular me llamaron la atención. La primera fue el reconocimient...

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El pasado viernes escuché en la Cadena SER una entrevista a la ministra de Asuntos Exteriores, Arantxa González Laya, que me produjo muy buena impresión. Más que por lo que dijo, que también, por la forma y el tono didáctico con el que abordaba las respuestas. En ningún momento dio la impresión de esa suficiencia a la que algunos políticos nos tienen acostumbrados, que en cuanto llegan al cargo parece que lo hubieran ocupado toda la vida. Dos cosas en particular me llamaron la atención. La primera fue el reconocimiento de que todavía no tenemos respuestas claras a algunos de los desafíos del momento, como la revolución tecnológica y sus implicaciones geopolíticas. Lejos de acudir a una respuesta prefijada, aludió a la necesidad de crear algo así como unidades de estudio entre políticos y expertos para abordarlo con tino; o sea, que hay temas que son tan relevantes que requieren ayuda de eso que podríamos llamar instancias de la sociedad civil, que el Gobierno no es una institución omnímoda y sabelotodo con capacidad para decidir unilateralmente sobre determinadas cuestiones. La segunda cosa que captó mi atención fue lo que dijo sobre la negociación del presupuesto europeo. Aquí sostuvo más o menos lo siguiente —lo refiero de memoria, no literalmente—: vamos a perseguir nuestro interés, claro que sí, y de forma decidida, pero tampoco nos levantaremos de la mesa si las cosas no salen como deseamos.

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¿Por qué me parece esto tan relevante? Pues porque es expresivo de algo que podríamos llamar la “política modesta”, un bien muy escaso en nuestro país. Por tal entiendo aquella que intenta resolver los problemas mirándolos a la cara, sin estridencias ni recurriendo a enmarques prefijados por estrategas de la comunicación. Eso sí, con un punto pragmático y tecnocrático, algo ineludible dada la naturaleza del mundo en que vivimos. Por eso tampoco se le caen los anillos si tiene que reconocer que hay problemas cuya solución debe ser bien meditada antes de aplicar las consignas elevadas en periodo electoral. Y con una visión del poder bien consciente de la necesidad de aunar voluntades más que de tratar de obtener beneficios espurios de la confrontación. Cooperar y negociar en vez de doblegar.

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Lo he llamado política modesta, pero quizá es lo que debería ser la política normal. El caso es que estamos ya tan acostumbrados a la política de la gran confrontación, de la seducción comunicativa a través de afirmaciones rotundas y con pegada, que esta nos parece pacata y humilde. No nos confundamos, la alternativa a la política modesta no es la “gran política” —¿hay alguien ahí que esté practicando algo que merezca este nombre?—; no, su contrario es la “política pequeña”. Aquella para la que no hay más asunto de política exterior que Venezuela, ni declaración en la que solo importe zurrar al adversario; es la de las denodadas rencillas de partido y los juegos del poder. Esta política es pequeña porque detrás de su oropel retórico y su correlativo impacto mediático tiene las patas cortas y un enfoque miope, su capacidad transformadora es mínima. Mucha hybris y postureo, pero luego se deshace como un azucarillo.

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