Columna

Levedad

El año en el que las protestas violentas han copado todas las portadas se cierra con las bailarinas de la Ópera Garnier, con el mágico conjuro de la danza

DIEGO MIR

Bajo el cielo gris parisiense, poco antes de la Nochebuena, las bailarinas de la Ópera Garnier salen al frío de la calle para interpretar El lago de los cisnes. Parecen volar sobre los adoquines, leves y ligeras, pero en el país de los chalecos amarillos su gesto, firme y hermoso, adquiere mayor significancia. Porque es en Francia donde se globalizó una manera de reivindicarse, de hacerse presente, que se alimenta del odio, la exasperación y la violencia. Frente a ese relato de la reivindicación exasperada, construida para viralizarse e impactar a todo el globo, las ...

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Bajo el cielo gris parisiense, poco antes de la Nochebuena, las bailarinas de la Ópera Garnier salen al frío de la calle para interpretar El lago de los cisnes. Parecen volar sobre los adoquines, leves y ligeras, pero en el país de los chalecos amarillos su gesto, firme y hermoso, adquiere mayor significancia. Porque es en Francia donde se globalizó una manera de reivindicarse, de hacerse presente, que se alimenta del odio, la exasperación y la violencia. Frente a ese relato de la reivindicación exasperada, construida para viralizarse e impactar a todo el globo, las bailarinas han decidido prescindir del fetiche imitativo, de los chalecos fluorescentes de la Francia periférica o el paraguas hongkonés. Son solo ellas, bailando en su ciudad, en su lugar de trabajo, sencillamente y de manera local, con una causa concreta, tangible y relevante.

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Levantarse contra el poder no solo es legítimo en democracia: es necesario, pues la democracia es un sistema que precisa de reformas y cuidados continuos, una realidad viva que genera nuevas situaciones que deben atenderse y, a veces, corregirse. Parece importante recordarlo cuando volvemos a identificar, con inevitabilidad aparente, protesta y violencia, cuando el mundo parece estallar de nuevo con tácticas brutales de movilización y represión que deseábamos extinguidas. Hong Kong, la India, Chile, son ejemplos de la disparidad de lugares y causas, pero también de una articulación demasiado tenue, casi inasible, sin muchas pancartas o reivindicaciones sistematizadas, sin objetivos claros o una cultura compartida. Su inorganicidad contrasta con el mensaje claro de las bailarinas: “Ópera de París, en huelga”, “La cultura está en peligro”. Sus peticiones son nítidas: quieren jubilarse a los 42 años, como establece el régimen de la Ópera desde 1698. Sus razones son buenas: su bello oficio tiene sus peculiaridades, una forma diferente y valiosa de aportar a la sociedad, pero impacta duramente en el cuerpo con el que siguen creando figuras en el aire.

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La levedad de sus cuerpos articula una protesta que refuta la dureza masculina de las piedras o los cócteles molotov. Y es una protesta doble: contra la reforma de las pensiones, pero también contra la obcecación de la protesta violenta. Mientras hacen flotar la música de Chaikovski, nos dicen que no es necesario llevar las cosas al límite para propiciar cambios, ni hacer enmiendas dramáticas a la totalidad. El año en el que las protestas violentas han copado todas las portadas se cierra con ellas, con el mágico conjuro de la danza y el ballet de unas bailarinas corajudas que transforman el peso en levedad para colmar de levedad la calle. ¿No les parece maravilloso? Respiren con ellas.

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