Columna

Doble paso

¿De verdad es imposible que la izquierda española y una parte del independentismo catalán se encuentren por lo menos en un punto: la defensa de la democracia y la lucha contra el neofascismo?

Gabriel Rufián, Marta Vilalta y Pere Aragonès tras conocer el resultado electoral. ALEX CAPARROS (Getty Images)

De verdad es imposible que la izquierda española y una parte del independentismo catalán se encuentren por lo menos en un punto: la defensa de la democracia y la lucha contra el neofascismo? ¿De verdad es imposible empezar a descontaminar el clima irrespirable de la pugna entre el fundamentalismo constitucional y los fundamentalismos patrióticos? La tendencia natural de los discursos identitarios a dar a la nación una dimensión trascendental se ha visto retroalimentada esta vez por el trascendentalismo constitucional de los que para dar una apariencia de laicidad a su patriotismo han convertid...

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De verdad es imposible que la izquierda española y una parte del independentismo catalán se encuentren por lo menos en un punto: la defensa de la democracia y la lucha contra el neofascismo? ¿De verdad es imposible empezar a descontaminar el clima irrespirable de la pugna entre el fundamentalismo constitucional y los fundamentalismos patrióticos? La tendencia natural de los discursos identitarios a dar a la nación una dimensión trascendental se ha visto retroalimentada esta vez por el trascendentalismo constitucional de los que para dar una apariencia de laicidad a su patriotismo han convertido a la Constitución, modificable y siempre provisional por naturaleza, en un absoluto. Era la manera de responder al desafío independentista cerrando cualquier vía de negociación: la Constitución es intocable y punto. Y cuando los políticos no se hablan todo se endurece: la escena política, la justicia, la opinión pública.

La imposibilidad de acuerdo quedaba explicitada desde un principio: frente al sacrosanto referéndum de la autodeterminación como punto de partida innegociable, la Constitución como horizonte insuperable de nuestro tiempo. Es decir, cara a cara con dos barreras de por medio. Un terreno en que se han sentido cómodos los propagandistas de ambos lados que levantan la voz cada vez que se apela a la búsqueda de espacios de entendimiento, apostando por la confrontación sin reparar en daños. Y así se ha llevado el conflicto a una peligrosa dinámica que toma su expresión más vistosa en la dialéctica entre las sentencias judiciales y las respuestas del independentismo.

En estos tiempos hemos visto crecer la ultraderecha y hemos asistido a la reaparición de los viejos tópicos y las permanentes amenazas del neofascismo y del nacionalcatolicismo franquista. Sorprende la timidez con la que se ha reaccionado contra ella. Vox ha sido normalizado a gran velocidad por la derecha española, de dónde proviene, y la comodidad con la que se maneja entre las elites conservadoras indica que no se le descarta como opción de futuro.

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Ante este escenario, las urnas han dado una sola opción: el gobierno de izquierdas que tendría que ser un lugar natural para aquellos que siguen creyendo que la defensa de la democracia exige la lucha ideológica contra el neofascismo. Y, sin embargo, a pesar de la rápida rectificación de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, la suerte no está echada. El tiempo pasa y los poderes que sueñan con el domesticado bipartidismo no dejan de alimentar la fantasía de la gran coalición. Al otro lado, Esquerra Republicana, una vez más, duda. Mientras sus adversarios gritan que viene el lobo, sus socios susurran la palabra traición. Y Esquerra se resiste a dar un paso que tiene doble razón de ser: explorar una nueva etapa, antes que el independentismo quede atrapado en su inmovilismo, y sumar en la lucha contra la radicalización de la derecha. La democracia está en peligro. Y no sólo aquí.

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