Columna

El cocido y la luna

Lo que nos lleva de nuevo al cerdo, o sea la vida. De las dos se aprovecha todo, como de la política

Entre fogones preparando un cocido madrileño. Samuel Sánchez

Como antiguo pregonero de Lalín estoy entusiasmado con la censura “por violencia gráfica” al cocido que un usuario ha colgado en Instagram. Que haya empezado la temporada del cocido no quiere decir que se pueda publicitar, no digamos sin pezones: la kriptonita de Zuckerberg. De paso se ha decretado que no se puede fotografiar vino, lo que significa justos por pecadores.

Se trata del enésimo arrebato del algoritmo o su sustituto humano, esa figura ya literaria que configura un mundo a medida parecido al de Aldous Huxley siendo la soma el bloqueo. Y se trata, en definitiva, de uno de esos...

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Como antiguo pregonero de Lalín estoy entusiasmado con la censura “por violencia gráfica” al cocido que un usuario ha colgado en Instagram. Que haya empezado la temporada del cocido no quiere decir que se pueda publicitar, no digamos sin pezones: la kriptonita de Zuckerberg. De paso se ha decretado que no se puede fotografiar vino, lo que significa justos por pecadores.

Se trata del enésimo arrebato del algoritmo o su sustituto humano, esa figura ya literaria que configura un mundo a medida parecido al de Aldous Huxley siendo la soma el bloqueo. Y se trata, en definitiva, de uno de esos errores de matrix que detienen el mundo y de alguna manera lo definen.

Hace tiempo, en un mitin en Lalín, di cuenta en el periódico de la promesa del alcalde Crespo: hacer un censo de vacas (Manuel Rivas, que siempre fue el más espabilado del país, hacía años ya que había escrito 'Un millón de vacas'). Muchos años después, otro alcalde, Rafa Cuíña, me ofreció el pregón del cocido y canté a Lalín con tanta euforia que se me fue la mano y el exalcalde Crespo, en una carta en La Voz, dijo que a ver si me controlaba un poco; nos fuimos del censo de las vacas al de pregoneros por el mismo motivo: controlar la calidad de los yogures. Y en esas seguimos: que las instancias superiores controlen socialmente el proceso y decidan políticamente la solución. Lo que nos quiere decir Instagram, y España al fondo de todo, es que en el futuro no se podrá colgar la foto de un cocido pero sí de una matanza. Sí de una corrida de toros pero no de una mariscada: nada que no anticipase el escritor Ángel del Riego.

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Lo que nos lleva de nuevo al cerdo, o sea a la vida. De las dos se aprovecha todo, como de la política. Deconstruirla es arriesgarse a la censura porque se trata de despiezar cosas que se asumen mejor enteras, aunque se mastiquen peor. Hace unos días, una señora quiso entrar en su hotel de Barcelona en la peor noche de disturbios, con las calles ardiendo y a pedradas. Se acercaron a ella tres personas encapuchadas y se llevó la mujer el susto de su vida. Entonces escuchó: "¿Nos deja pasar? Queríamos hacer pis". Se fijó en los rasgos de los encapuchados, que parecían tener 16 años. Era de noche, la carretera estaba llena de papel higiénico y barricadas en llamas; pero sus autores adolescentes querían hacer pis en el baño, como Dios manda.

Instagram sabe lo que hace. Es lo que hacemos en algún momento todos: preocuparnos de no dejar gotas en el baño mientras al salir robamos el diamante dejando las manazas en el joyero. Salvaguardar el pequeño territorio de civilización al mismo tiempo que se arrasa la ley sin problemas de moral, que al final acaba siendo lo que no deja dormir a quien aún tiene la suerte de hacerlo. Y así, en ese romántico cinismo de las redes que es prolongación de los sacerdotes de extrarradios, nos quedamos sin saber el resultado de la cocina a condición de exhibir el crimen. Una sofisticada educación para menores muy acorde a los tiempos, que consiste en que cuando al niño le señalan el plato, se quede mirando el dedo. Porque de niños se trata.

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