Columna

Cuando nadie se atreve

China reprime impunemente a su población mientras ni la ONU ni los gobiernos se atreven a cuestionarla por miedo a represalias

Protesta en Amsterdan contra la violación de los derechos de la minoría uigur. Getty Images

Xinjiang, región autónoma del oeste de China, es una distopía hecha realidad. Allí, la etnia es un factor de detención masiva. Un millón de uigures, la minoría musulmana de origen turcomano, están retenidos —la mayoría sin juicio— en centros de reeducación con los que Pekín ha sembrado el territorio, según cifras aceptadas por Naciones Unidas. Reciben jiaoyu zhuanhua, literalmente una transformación a través de la educación. Es decir, adoctrinamiento en los valores del Partido Comunista para “abandonar el extremismo” que se les presupone.

Gracias a una investigación de la BBC s...

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Xinjiang, región autónoma del oeste de China, es una distopía hecha realidad. Allí, la etnia es un factor de detención masiva. Un millón de uigures, la minoría musulmana de origen turcomano, están retenidos —la mayoría sin juicio— en centros de reeducación con los que Pekín ha sembrado el territorio, según cifras aceptadas por Naciones Unidas. Reciben jiaoyu zhuanhua, literalmente una transformación a través de la educación. Es decir, adoctrinamiento en los valores del Partido Comunista para “abandonar el extremismo” que se les presupone.

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Gracias a una investigación de la BBC sabemos, además, que sus hijos han sido enviados a internados y orfanatos, aunque no sean huérfanos. Solo pueden hablar en mandarín y se les educa de espaldas a sus tradiciones, más cercanas a las de Asia central que al resto de China. A través de familiares, documentos que muestran el aumento de licitaciones para construir los barracones e imágenes de satélite, la cadena británica ha mostrado un escenario veraz, aunque incompleto, de los centros. Un gran proyecto de ingeniería social, ahora enfocado en las futuras generaciones. En menos de tres años se han levantado o habilitado más de 1.000 centros para adultos y niños. Algunos son tan grandes como tres campos de fútbol, con torres de vigilancia, guardias armados y alambres de espino coronando los muros de hormigón.

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Hace unos días, 22 países, entre ellos España, enviaron una carta al presidente del Consejo de Derechos Humanos de la ONU para exigir a China que termine con la persecución contra los uigures. No llegó a ser una declaración ni una resolución, como reclamaban las asociaciones. Pekín insiste en que los centros para adultos son escuelas de formación que no tienen nada que ver con los campos de reeducación del maoísmo. Explican que están invirtiendo millones en proteger a su población del terrorismo. En los últimos 30 años han muerto 458 personas en 30 atentados atribuidos a uigures. Reconocen la marginación que sufre esta etnia desde hace décadas y argumentan que, mediante educación gratuita, brindan un futuro mejor a los críos “de los que sus padres no pueden ocuparse por varios motivos”.

El Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación Racial considera, por el contrario, que en Xinjiang se cometen claras violaciones de los derechos humanos. El Parlamento Europeo adoptó una resolución de condena en abril, pero elevar la presión depende también de los Estados miembros. Y nadie quiere enfadar demasiado a Pekín. La segunda potencia del mundo tiene activos estratégicos suficientes para golpear donde más duele. Las ONG no quieren que les limite aún más el acceso local; las agencias de la ONU temen que les retire la contribución económica. Una de las prioridades del Alto Representante de la Política Exterior de la UE debería ser buscar el mecanismo para poder actuar. Y atreverse a actuar.

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