Pánico en las plateas

Antes de cada película, el exhibidor impone al espectador una media de treinta minutos de publicidad inyectada a presión

Colas en una sala de Madrid durante la Fiesta del CineEFE

Quien pretenda hoy ver una película en una sala comercial tiene que estar preparado para sufrir un secuestro express de al menos media hora. Durante ese tiempo queda a merced de espacios publicitarios de alto copete, tan divertidos como una charla de multipropiedad o una colonoscopia. Por la pantalla desfilan contra la voluntad del espectador plastificados anuncios de coches que superan sin patinar millones de flanes de gelatina, móviles que ofrecen “datos ilimitados” (como si la mente humana fuese capaz de procesar incluso los más limitados), bancos-tabarra y seguros-peñazo;...

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Quien pretenda hoy ver una película en una sala comercial tiene que estar preparado para sufrir un secuestro express de al menos media hora. Durante ese tiempo queda a merced de espacios publicitarios de alto copete, tan divertidos como una charla de multipropiedad o una colonoscopia. Por la pantalla desfilan contra la voluntad del espectador plastificados anuncios de coches que superan sin patinar millones de flanes de gelatina, móviles que ofrecen “datos ilimitados” (como si la mente humana fuese capaz de procesar incluso los más limitados), bancos-tabarra y seguros-peñazo; todos prometen felicidad y condiciones financieras inmejorables para lo que sea que vendan. Antaño, los anuncios en pantalla grande eran simpáticos pasquines para acudir a un asador próximo a la sala o academias que incitaban a aprender portugués en una semana; hoy, compiten en estética con Hollywood y rezuman una ética gurrumina que aspira a emular a Confucio.

Se mire como se mire, los 30 minutos como media de publicidad inyectada a traición constituyen una retención punible y un caso de publicidad engañosa, obsérvese la ironía. Porque el espectador acude al reclamo de una hora de comienzo y cuenta con una duración tasada. Los propietarios de las salas ya saben que la rentabilidad de su negocio depende más bien de las palomitas, refrescos y otras viandas de manufactura industrial que venden en el bar a precios de mercado negro. Pero como la rebaja del IVA ha menguado la taquilla, parece que han decidido a elevar sus ingresos exprimiendo el tiempo del espectador. Pero empiezan a oírse voces ominosas que preludian un conflicto próximo: “¿Por que no empieza la película de una puta vez?”.

Cuando empieza la película, el iluso espectador convencional comprueba que el silencio ha sido erradicado sin piedad de los patios de butacas. Proliferan los ruidos irritantes y perturbaciones lumínicas de amplio espectro. Sin ánimo de agotar el catálogo, está la especie de los que van repitiendo a su pareja cuanto acaba de acontecer; la de quienes profieren risitas o carcajadas en lo más negro de la tragedia argumental; la de los que se comentan in extenso sus vacaciones; la subespecie de los que patean sin piedad la butaca delantera; o la de los que teclean frenéticamente un móvil con luces capaces de deslumbrar a un jumbo. Con los acomodadores, esto no pasaba.

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