Políticos florero

¿A qué se debe esta obsesión por parte de los “políticos de profesión” por incorporar a quienes no lo son?

Foto de familia de los cabezas de lista del Partido Popular para las próximas elecciones generales. VÍCTOR LERENA (EFE)

Estas últimas semanas hemos asistido a una verdadera competencia entre los principales partidos de la derecha por ver quién incorporaba a gente más estupenda en sus listas. No ha sido el caso del PSOE, porque más que meter parecía deseoso por sacar a determinadas personas, pero también cayó en el mismo síndrome a la hora de elegir a algún cabeza de lista en las elecciones locales. Ciudadanos lo necesitaba, porque carece de cuadros. Y el PP tenía que rellenar los huecos dejados por la purga a la generación anterior.

Fuera de estas consideraciones internas, ¿a qué se debe esta obsesión po...

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Estas últimas semanas hemos asistido a una verdadera competencia entre los principales partidos de la derecha por ver quién incorporaba a gente más estupenda en sus listas. No ha sido el caso del PSOE, porque más que meter parecía deseoso por sacar a determinadas personas, pero también cayó en el mismo síndrome a la hora de elegir a algún cabeza de lista en las elecciones locales. Ciudadanos lo necesitaba, porque carece de cuadros. Y el PP tenía que rellenar los huecos dejados por la purga a la generación anterior.

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Fuera de estas consideraciones internas, ¿a qué se debe esta obsesión por parte de los “políticos de profesión” por incorporar a quienes no lo son? Hay que tener en cuenta, que, salvo en Podemos, todos nuestros líderes son hoy profesionales de la cosa. No se les conoce otra actividad laboral relevante. Con esto han hecho buena la predicción de Max Weber contenida en su famosa conferencia sobre la “política como profesión —o vocación— (Beruf)” de la que este año se cumple su centenario.

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Para explicar este fenómeno solo se me ocurre una respuesta, el propio desprestigio de la clase política. No es algo que ocurra únicamente aquí. Después del espectáculo del Brexit y de tantos otros casos de líderes desorientados cuando no erráticos y enloquecidos, el síndrome es universal. Como también lo es el que los políticos aparezcan más obsesionados por la cultura de la imagen que por cumplir con decoro con sus cometidos. Bajo las condiciones de la economía de la atención el que los medios se detengan horas y horas a presentarnos a los nuevos “políticos florero” es ya un bien en sí mismo. Su función se realiza por el mero hecho de aparecer, no por lo que vayan a contribuir después.

Pero quizá sea el propio Weber quien nos ofrezca la mejor respuesta. Su tesis es que el buen político es quien siente pasión por la causa que persigue, pero es capaz de mantener a la vez “un frío sentido de la distancia”. Corazón, sí, pero moderado por la cabeza, que le obliga a atender a la realidad de las cosas y a ser responsable en sus decisiones. El problema es que esa pasión que debería ir dirigida a la realización de determinados fines y que inevitablemente requiere del poder para conseguirlo, suele transmutarse en otra bien distinta, la que les impele a buscar el poder como bien en sí mismo. Aparece así el “mero político del poder”, embriagado de vanidad y obsesionado por la impresión que produce. Ambiciona la “apariencia brillante del poder” más que aquello para lo que debería servirle.

En cierto modo, el recurso a los políticos florero sería así una excusatio non petita, el reconocimiento de que hay alguien ahí en sus listas que sí cree en la causa que los políticos dicen defender, que no buscan el poder o los privilegios asociados a formar parte de ese gremio. O sea, que los políticos de profesión son bien conscientes de que ya no nos los creemos.

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