Columna

La identidad de la política

Para partidos y sindicatos forjar coaliciones de intereses con personas cada vez más heterogéneas es más difícil que hace medio siglo

Vista general del hemiciclo del Congreso de los Diputados.Zipi (EFE)

Uno de los debates más interesantes de los últimos años es el aumento de la política de la identidad. Esta sugerente tesis apunta que, frente a las tradicionales formas de vertebrar los conflictos sociales, cada vez nos fragmentamos más en identidades de grupo atomizadas. Mujeres, gays, negros, jóvenes… Adoptarían ejes de identidad egoístas que los irían desarmando frente a los intereses de los poderosos que, en última instancia, las instigarían y serían sus beneficiarios.

Importada de Estados Unidos, esta tesis insiste además en que los principales paganos de esto son las izquierdas. P...

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Uno de los debates más interesantes de los últimos años es el aumento de la política de la identidad. Esta sugerente tesis apunta que, frente a las tradicionales formas de vertebrar los conflictos sociales, cada vez nos fragmentamos más en identidades de grupo atomizadas. Mujeres, gays, negros, jóvenes… Adoptarían ejes de identidad egoístas que los irían desarmando frente a los intereses de los poderosos que, en última instancia, las instigarían y serían sus beneficiarios.

Importada de Estados Unidos, esta tesis insiste además en que los principales paganos de esto son las izquierdas. Preocupadas por atender los intereses de esos grupos heterogéneos no harían sino desviarse de lo importante: la clase social y la redistribución. Esta idea supone asumir que hay algo que naturalmente nos divide y una “falsa” identidad construida en torno a lo demás, que debilita y enfrenta.

Sin embargo, esa misma premisa de partida no deja de suscitar dudas. No se suele aclarar por qué determinadas diferencias sociales son pre-políticas, es decir, “genuinas”, y las otras no. Es más, parecen no atender que si algo es conocido (como poco desde Marx) es que las clases son necesitadas de conciencia y, por lo tanto, que también son una forma de identidad.

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La expansión de la alfabetización o la terciarización de la economía han hecho a nuestras sociedades más complejas. Esto hace complicado persuadir a un peluquero de Gracia, un falso autónomo de Sevilla o un minero de León que tienen los mismos intereses o que las mismas políticas les benefician. Y si la demanda política ha cambiado, también lo ha hecho la oferta. Para partidos y sindicatos forjar coaliciones de intereses con personas cada vez más heterogéneas es más difícil que hace medio siglo.

Muchos consideran que los “grupos de identidad” son los que han llenado ese vacío con su puerilidad simbólica, pero es complicado encajar esto con la persistente discriminación estructural que sufren. Incluso hay quien insiste en que esta batalla ya se ha ganado porque determinados comportamientos o actitudes se consideran inaceptables. Y sin duda es una victoria que se considere intolerable, por ejemplo, humillar y golpear a un homosexual en plena calle por el hecho de serlo. El problema es que sigue ocurriendo.

Creo que pensar en las identidades como elementos excluyentes entre sí genera un falso dilema. Por el contrario, la idea de interseccionalidad, de que los diferentes rasgos y elementos de una persona se superponen para generarle identidad, permite enriquecer la conversación sobre la desigualdad. Un mundo que obviara esto difícilmente sería más justo. Es a los agentes políticos, quienes delimitan el terreno de juego, a quienes toca pensar cómo aunar valores, identidades y objetivos de un mundo más complejo que ha venido para quedarse.

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