Tribuna

¿Quién puede querer hacernos daño?

El atentado de Barcelona dejó una pestilente gangrena; nos enseñó nuestra cara ruin

Flores y objetos en homenaje a las víctimas en el lugar del atentado en La Rambla.EUROPA PRESS

La tarde del 17 de agosto de 2017 La Rambla de Barcelona sufrió un atentado reivindicado por el Estado Islámico. Murieron 17 personas, entre ellos dos niños de tres y cinco años. Españoles, alemanes, italianos, portugueses, estadounidenses, belgas, británicos, argentinos y australianos. Con el tiempo, se supo que el atentado fue una decisión precipitada debido a que el plan más salvaje y sanguinario se les había reventado al mismo tiempo que las bombonas de butano en una casa okupada de Alcanar. Todo les había salido mal: su propósito de hacer estallar una furgoneta en el Camp Nou el 20 de ago...

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Artículo del autor tras el 17-A

La tarde del 17 de agosto de 2017 La Rambla de Barcelona sufrió un atentado reivindicado por el Estado Islámico. Murieron 17 personas, entre ellos dos niños de tres y cinco años. Españoles, alemanes, italianos, portugueses, estadounidenses, belgas, británicos, argentinos y australianos. Con el tiempo, se supo que el atentado fue una decisión precipitada debido a que el plan más salvaje y sanguinario se les había reventado al mismo tiempo que las bombonas de butano en una casa okupada de Alcanar. Todo les había salido mal: su propósito de hacer estallar una furgoneta en el Camp Nou el 20 de agosto con ocasión del primer partido de Liga; hacerlo en un símbolo de la ciudad y religioso como la Sagrada Familia o en algunos locales de ocio de Barcelona y Sitges como sucedió en la parisiense sala Bataclan.

Todo fue horrible en tiempo real y siguió siéndolo a medida que se iban conociendo más cosas. Y con el horror, surgió el miedo y la solidaridad, la inmediata sensación de pertenencia a una comunidad y a un modo de vivir. No era solo que podía haberte pasado a ti, que eran inocentes, que estaban en tu ciudad, que no había justicia ni argumento para ser arrollados por una furgoneta o acuchillados. Era un ataque a un lugar muy emblemático de Barcelona. Un lugar de todos, vecinos y visitantes, territorio libre en el que desde siempre cada uno era quien era y hacía lo que hacía.

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Todos los fanatismos tienen como objetivo conquistar o destruir Babilonia. Porque Babilonia (Nueva York, Londres o París) exhibe una insultante sensación de libertad de acción y pensamiento. Una gran ciudad está todo el rato diciéndote que hay múltiples respuestas a tu pregunta y que todas pueden ser acertadas. Eso vuelve loco al fanático que necesita una respuesta gritada al unísono por una comunidad vertebrada como una unidad. Atacar a Barcelona era eso y Barcelona sigue respirando libre, acompasada, acogiendo y colocando las personas donde puede y sabe. En una gran ciudad uno tiene un lugar donde poder ser diferente. Un sitio en el que no pedir permiso por existir.

La matanza no cambió Barcelona. Era y es una ciudad confiada y pacífica. Existe un sentimiento —infantil y tan hermoso como absurdo— de que no volverá a pasar algo semejante porque nadie puede querernos mal hasta ese extremo. Barcelona desde su no ejercicio de poder nunca ha representado una agresión a otras ciudades ni a otras ideas. Por ello causa estupefacción y extrañeza un ataque desde el odio y para su destrucción. Barcelona se construye desde la resistencia y la amnesia selectiva —qué olvidar y qué conmemorar—. El atentado no consiguió que Barcelona no volviera en poco tiempo a confiar en sí misma y en la gente que la pisa, vecinos o pájaros de paso. Volvió a ser acogedora, abierta, nada inquisitorial, ensimismada, presumida y con ganas de explicarse y ser explicada. El golpe de la matanza no fue suficiente para hacernos vivir con miedo o cambiar nuestra manera de ver al otro. Barcelona solo sabe ser así: te fías del vecino y hasta del que te roba. Y sin motivo alguno para ello, Barcelona cree que no volverá a pasar. ¿Porque quién puede querer hacernos daño?

Con todo, la gestión de los atentados también reveló una parte obscena y mezquina de nuestros políticos y de muchos de nosotros. Y así el atentado no nos dejó cicatrices pero sí una pestilente gangrena. Nos enseñó una cara desagradable y ruin de nosotros mismos. La matanza llegó en un momento de alto voltaje en el pulso entre Generalitat, Ajuntament y Gobierno. Así que para muchos, el atentado fue además de una tragedia, un estorbo inoportuno. En pocas horas importaban poco o nada las víctimas y era más importante la reivindicación de soberanía, demostrar unos que podían solos y los otros que solos no sabían. Banderas y más banderas, desprestigiar a los cuerpos de seguridad autonómicos o estatales, culpar al Rey y soslayar la responsabilidad naif de una sociedad ante el fanatismo de unos jóvenes perfectamente integrados en la sociedad catalana. Importaba más demostrar una gestión eficaz o ineficaz que el dolor de familiares y víctimas que casi no nos afectaron en el corazón porque sus muertes llegaron en mal momento: mire usté, no puedo estar por lo suyo. Nos reflejamos y la gran mayoría no nos gustamos. Y cuando los Mossos se vieron en la obligación de abatir a tiros a seis terroristas también sospechamos que quizá somos pacíficos y dialogantes porque nunca hemos tenido una pistola en las manos. Y resultó inquietante que el sabor de la venganza nos hiciera dormir tranquilos y en paz.

Carlos Zanón es escritor.

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