Columna

Espejo de las naciones

Con Netanyahu y Trump, el sueño sionista converge con la pesadilla supremacista

El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, junto a Ivanka Trump y a Jared Kushner frente a la nueva embajada estadounidense en Jerusalén, el pasado 14 de mayo. GPO via Bestimage (GTRES)

La mutación ha culminado. El sueño ha virado y en poco se diferencia ahora, 70 años después, de la pesadilla trumpista. En las mismas horas en que los gazatíes caían abatidos por los disparos de francotiradores, la hija de Donald Trump y su yerno, Jared Kushner, acompañados por el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, inauguraban la Embajada de Estados Unidos en Jerusalén. Dolor para unos y gloria para los otros, el mismo día y a apenas unos 80 kilómetros de distancia.

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La mutación ha culminado. El sueño ha virado y en poco se diferencia ahora, 70 años después, de la pesadilla trumpista. En las mismas horas en que los gazatíes caían abatidos por los disparos de francotiradores, la hija de Donald Trump y su yerno, Jared Kushner, acompañados por el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, inauguraban la Embajada de Estados Unidos en Jerusalén. Dolor para unos y gloria para los otros, el mismo día y a apenas unos 80 kilómetros de distancia.

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El estatus de la ciudad es uno de los tres grandes temas de la disputa interminable (los otros dos son la devolución de los territorios ocupados y el derecho al retorno de los palestinos expulsados). En todos los planes de paz debía quedar para el final. Ya no será así, pues Washington, que hasta ahora pretendía actuar como mediador honesto, la ha entregado al capricho de su presidente.

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Trump cumple así su promesa electoral. Tratándose de Oriente Próximo no engaña: hace lo que quiere Netanyahu, sea romper el acuerdo nuclear con Irán, sea reconocer a Jerusalén como capital de Israel. No es una cuestión de política internacional. La única política que le interesa es la interior de Estados Unidos, donde cuida a su electorado de cara a las elecciones de mitad de mandato en las que se juega la mayoría republicana en el Congreso y el Senado y la eventualidad de su segunda victoria presidencial en 2020.

El gesto tendrá una relativa repercusión internacional. Pocos países, y todos pequeños, le seguirán en el traslado de embajadas. Pero la ha tenido ya la represión militar a todas luces desproporcionada sobre los gazatíes. La matanza aísla todavía más a Israel y deteriora su imagen de democracia civilizada, aunque poco le importa a Netanyahu mientras tenga a Trump incondicionalmente de su parte.

La deriva de Washington deja un vacío que nadie llenará. No lo hará Rusia, que ha regresado a la región con reflejos tácticos de superpotencia spoiler, pero sin capacidad para actuar como mediador honesto. Pilla todavía lejos a China, inmadura para actuar como superpotencia global. Tampoco lo hará la Unión Europea, carente de unidad y de voluntad, tal como acaba de señalar Jeremy Shapiro (¿Por qué Trump puede ignorar tranquilamente a Europa? Sus líderes condenan rápidamente pero nunca actúan, Foreign Affairs).

Según Netanyahu, también maestro en inversión semántica, Trump ha hecho historia en un gran día para la paz. Por eso dará nombre a una plaza, a una estación de tren e incluso a un club de fútbol, el Beitar Jerusalén que añadirá el del presidente a su denominación.

La luz entre las naciones es ahora espejo del mundo. De la unilateralidad, del desorden internacional, del belicismo, también de las desigualdades, la injusticia, la discriminación, el extremismo, el supremacismo. En ese territorio en disputa se abrazan ensangrentadas dos naciones, víctima cada una de distintos momentos históricos: una resarcida y otra postrada, 70 años juntas, pero sin paz, sin piedad, sin perdón. El espejo donde mirarnos.

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