Columna

Fallos judiciales

La sentencia de La Manada es la gota que ha colmado el vaso de la ciudadanía

Concentración contra la sentencia en el juicio a La Manada, frente al Ministerio de Justicia, en Madrid.Samuel Sánchez

La sentencia del caso Manada ha abierto una fractura entre judicatura y sociedad, con la ciudadanía manifestándose masivamente contra semejante injusticia mientras las corporaciones judiciales se enrocan defendiendo a los autores de la sentencia y reclamando su acatamiento respetuoso. Una fractura que se añade a las que ya están desintegrando nuestra convivencia cívica para crear una crisis sistémica: la económica causada por la creciente desigualdad, la generacional que condena a los jóv...

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La sentencia del caso Manada ha abierto una fractura entre judicatura y sociedad, con la ciudadanía manifestándose masivamente contra semejante injusticia mientras las corporaciones judiciales se enrocan defendiendo a los autores de la sentencia y reclamando su acatamiento respetuoso. Una fractura que se añade a las que ya están desintegrando nuestra convivencia cívica para crear una crisis sistémica: la económica causada por la creciente desigualdad, la generacional que condena a los jóvenes a la precariedad, la institucional derivada del aumento de la desconfianza pública, la política por quiebra del sistema de partidos, la territorial que realimenta el secesionismo...

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Pero la sentencia de La Manada no ha sido más que el acontecimiento precipitante y catalizador, pues semejante fallo judicial, en el doble sentido de la palabra “fallo”, ha supuesto la gota que ha colmado el vaso de la paciencia ciudadana, tras la cascada de múltiples fallos previos que han venido acumulándose por goteo incesante con efectos contraproducentes y perversos. Entre ellos destacan los fallos que deniegan protección a mujeres maltratadas que luego son asesinadas, las condenas a tuiteros por meras expresiones de odio, la sistemática ejecución de desahucios con lanzamiento por impago de alquileres o hipotecas, la desproporción entre las fuertes condenas al menudeo delincuente frente a las livianas penas de los delitos de cuello blanco, o la acusación de terrorismo contra los linchadores de Alsasua.

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Pero además ha habido grandes fallos que actúan como hitos en la escalada de la desconfianza cívica frente a la acción de la justicia, entre los que destacan la sentencia del Constitucional sobre el nuevo Estatut ya refrendado por los catalanes, la degradación del juez Garzón por haber osado instruir el caso Gürtel, la obstrucción o resolución favorable de múltiples casos de corrupción política que afectan al PP y, sobre todo, la desproporcionada prisión preventiva impuesta a los líderes secesionistas acusados de sedición o rebelión.

Es verdad que algunos de esos fallos judiciales, como el encarcelamiento de los políticos catalanes, han estado propiciados por la incapacidad del Gobierno central para enfrentarse al desafío catalán, prefiriendo inhibirse para judicializar la política. Pero, aunque no fuera por iniciativa propia, lo cierto es que en todos esos fallos el poder judicial ha optado por la ética de las convicciones y no por la ética de la responsabilidad. Fiat iustitia et pereat mundus parece ser su lema, sin importarles las consecuencias sociales y políticas de su acción justiciera. Es verdad que el poder judicial ha de ser independiente para merecer confianza. Pero la politizada justicia española no está en condiciones de reclamar independencia, debiendo sus cargos jerárquicos al bipartidismo alternante. La independencia solo se demuestra asumiendo la responsabilidad por los propios fallos, no eludiéndola para descargarla sobre los demás. Y si el Régimen de la Transición está en crisis es en parte por responsabilidad de esos fallos judiciales. Lo que viene a corroborar el relato victimista del independentismo catalán.

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