Columna

El olvido de la cultura

Se discute muy poco sobre esa cultura no especializada ni profesionalizada llamada humanidades

Íñigo Méndez de Vigo, ministro de Educación, Cultura y Deporte, durante la rueda de prensa del Consejo de Ministros.Carlos Rosillo

En estos días de agosto, de vago estío, como diría el maestro, quizás es el momento de reflexionar sobre algo que la política y los políticos tienen olvidado: la cultura.

Como se sabe hay infinitas nociones del término cultura, muchas de ellas contradictorias entre sí. Hace muchos años, la Unesco estableció doscientos conceptos distintos de cultura. Una tarea inútil pero con una conclusión significativamente peligrosa: la cultura no es nada y es todo. Es decir, se trata de una palabra banal, polisémica, cualquier actividad humana es cultura, todas las culturas son igualmente valiosas, n...

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En estos días de agosto, de vago estío, como diría el maestro, quizás es el momento de reflexionar sobre algo que la política y los políticos tienen olvidado: la cultura.

Como se sabe hay infinitas nociones del término cultura, muchas de ellas contradictorias entre sí. Hace muchos años, la Unesco estableció doscientos conceptos distintos de cultura. Una tarea inútil pero con una conclusión significativamente peligrosa: la cultura no es nada y es todo. Es decir, se trata de una palabra banal, polisémica, cualquier actividad humana es cultura, todas las culturas son igualmente valiosas, no hay jerarquía entre ellas. Desde luego, al hablar de cultura no me refiero a este concepto. Me refiero a otra idea de cultura, a las huellas que el trabajo intelectual y artístico de tantos seres humanos han aportado al conocimiento y a la belleza, me refiero a una tradición que dialoga entre sí y contribuye decisivamente a nuestra felicidad.

Los creadores son los auténticos aristócratas de nuestro tiempo, una élite a quienes debemos agradecimiento por todo lo que nos han dado para que sepamos controlar nuestras vidas, conocer nuestras conciencias, admirar el mundo que nos rodea, sea mineral, vegetal o animal, de quienes podemos deducir las reglas morales que permitan la convivencia equitativa entre todos, aquellos que nos han enseñado a distinguir entre los grandes valores éticos que articulan nuestra sociedad. El desprecio a estos grandes, y casi siempre modestos, creadores, y la admiración por los triunfadores de la nada, es una de las señales que muestran la decadencia de nuestros tiempos.

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Pues bien, de eso no tratan los políticos. Los ministerios y las consejerías de Cultura sirven, sobre todo en la actualidad, para dar prebendas y subvenciones con la finalidad de acallar a los críticos con el poder, impedirles ejercer su función creativa. Más cultura no es aumentar el presupuesto de cultura, en muchos casos es exactamente lo contrario. De ahí el silencio de los intelectuales.

Se discute sobre economía, sobre el funcionamiento de las instituciones políticas, en España muy especialmente sobre esa entelequia reaccionaria que son las identidades colectivas. Pero no, o muy poco, sobre el estado de nuestra cultura, de esa cultura no especializada ni profesionalizada que suele ser llamada humanidades, de esa cultura que debería constituir el mínimo común denominador de todas las personas de una sociedad desarrollada.

Los principales instrumentos de esa cultura —los centros de enseñanza, los medios de comunicación, la industria editorial, musical y cinematográfica— viven de los poderes públicos y de los grandes grupos económicos, siempre están pendientes de agradarles para recibir su apoyo y subvención. De eso no se habla y se debería hablar. No solo en agosto, en los perezosos días de vago estío.

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