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Cinco libros de esta semana

Wittgenstein, Jordi Soler y José Luis García Delgado, entre los autores destacados

Per Olov Enquist (Hjoggböle, Suecia, 1934) es un novelista y dramaturgo sueco de gran prestigio dentro y fuera de su país. En España se conocen algunas de sus novelas, 'La biblioteca del capitán Nemo' (Nórdica), 'La visita del médico de Cámara' (Destino), sus memorias ('Otra vida', Destino), libros juveniles como 'La montaña de las tres cuevas' (Siruela). Es autor de una treintena de obras, además de colaboraciones con Bille August o Ingmar Bergman, y está considerado como el más grande de los novelistas suecos vivos. En su narrativa predominan las obras de corte dramático y las de asunto histórico, pero 'La partida de los músicos' contiene ambos aspectos. Estamos a principios del siglo XX, cuando en la zona más dura de Suecia, al norte, en un mundo pietista de propietarios, pastores, agricultores y obreros, se oye hablar por primera vez de algo tan extraño como las asociaciones de trabajadores, de las condiciones de vida y explotación que obligan a la gente a emigrar, de las dificultades para extender el socialismo en las regiones más atrasadas y alejadas de la urbe.Nórdica
Algo hay de voz que truena en los artículos periodísticos de Rafael Sánchez Ferlosio, pero solo algo. Porque también hay humor y esa actitud, un tanto traviesa, del que va a entrar en distintas materias para hurgar en sus recovecos y molestar. Ferlosio parte habitualmente del enfado que le produce el mal uso de las palabras y de toda esa parafernalia de la que se sirven cuantos se afanan en poner en circulación mercancías fraudulentas. Le molesta que se llame encuentro a lo que, en todo caso, fue un encontronazo entre culturas cuando se produjo el descubrimiento de América. Le molestan los nacionalismos que sostienen sus diferencias en la imposición de los rituales que las consagran (abomina de la identidad). Le molesta que el terror pretenda exhibir unos objetivos cuando se sostiene en el culto de los medios, las gestas del terrorista. Le molesta el victimato que se engalana de medallas postizas. Le molesta que se exhiba la cultura como un escaparate mientras se mutilan los medios para que se difunda. Le molesta toparse una y otra vez con los ortegajos de Ortega. Así que esa voz truena, pero luego cuando va entrando en materia es la escritura la que marca el paso, y es esa escritura la que va incorporando —en sus largas frases llenas de subordinadas— observaciones, referencias, hallazgos, bromas o sugerencias que convierten cada pieza en un lugar donde la batería de argumentos termina por desnudar todas las astucias con las que se van levantando los falsos ídolos de nuestro tiempo.DEBATE
Gonzalo Pontón ha sido (y es) uno de los grandes editores españoles del último medio siglo, y no hay un solo cultivador de las ciencias sociales de su época que no le sea deudor en mayor o menor medida. Además, su labor ha sido especialmente fecunda en el campo de la publicación de obras de historia, de modo que no resulta nada extraño que, animado por sus logros en este género editorial, por su licenciatura en Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad de Barcelona y por la constante complicidad que ha mantenido con el brillante prologuista de su libro, el maestro Josep Fontana, haya dedicado una parte de estos últimos años a preparar y finalmente escribir un libro que es la historia del mundo occidental en el siglo XVIII vista desde una perspectiva original (alejada del manual, y también del ensayo que simplemente juega con los hechos y las ideas sin una base bibliográfica firme), y al mismo tiempo, y quizá más, una historia de los primeros pasos de la afirmación del capitalismo moderno. Tomando el título de la obra como punto de partida, hay que empezar diciendo que su posición ante el auge de la desigualdad entre los países y dentro de los países, acelerado en las últimas décadas en todos los terrenos (desigualdad económica con astronómicas diferencias de las rentas; desigualdad social asociada al exacerbado paro estructural y a la brutal incidencia de las crisis en las clases empujadas a los márgenes del sistema; desigualdad vital asociada a la mayor mortalidad, mayor morbilidad y menor esperanza de vida; desigualdad existencial para toda una parte de la humanidad que carece de horizontes e inicia largas migraciones empujada por la desesperación y abocada a la muerte ante las cuchillas de las vallas de los países poderosos y despiadados) no puede sino suscitar la adhesión de los lectores progresistas, aunque pueda resbalar ante la sensibilidad de papel de lija de los políticos cómodamente sentados en los aforados escaños de los senados o en los bien remunerados sillones de los consejos de administración de las grandes empresas.PASADO&PRESENTE
Siglo y medio después de su fallecimiento en Marsella a causa de una gangrena, seguimos creyendo que Arthur Rimbaud existió. Una hipnosis que dura demasiado tiempo y que ha convertido a ese leproso de las letras y a ese “maestro en fantasmagorías” en una referencia ineludible de la literatura universal. No hay poeta que no se mida con el patrón-oro que fijaron sus versos y con el patrón-vértigo que fijaron sus días. Una obra y una biografía alucinadas que todavía conspiran contra los que, sintiéndose obligados a sentar a la Belleza en sus rodillas, no se atreven a estrangularla por miedo a cualquiera de los infiernos a los que conduce “el desarreglo de todos los sentidos” o, de atreverse, enseguida le piden perdón y acaban lloriqueando en sus brazos maternales. Porque al lado de Rimbaud todos seguimos siendo atildados parnasianos de corazón sensible que, en mayor o menor grado, confiamos en las apariencias del mundo y en sus inercias epistemológicas y hermenéuticas. Incluso nuestros malditos oficiales (un Allen Ginsberg, un Leopoldo María Panero, una Alda Merini) o semisecretos (un Fernando Merlo, un Néstor Per­longher) parecen, comparados con él, antes niños traviesos escondidos en el fondo de un armario (o de un archivador universitario) que niños terribles dispuestos a invocar la nada cometiendo crímenes, salvajismos, repugnancias y crueldades. Es posible, pensándolo bien, que, por encima de los mencionados arriba, haya habido algo de goliardo y de Villon en Rimbaud y algo genuino y esencial de Rimbaud en Paul Celan, que también se peleó sin cuartel con el lenguaje y con la vida y que hizo del Sena su Harar, pero poco más.ATALANTA