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Siete libros de la semana

J. M. Coetzee, Joy Williams, Valeria Correa Fiz, Juan Manuel de Prada y Peter Watkins, entre los autores destacados

A Pearl le tira “más el vino que las rosas, como dicen algunos”; en no menor medida debido a ello, su vida es rara: vive en una isla frente a la Costa Este estadounidense, rodeada de niños sin padre que Thomas cría con una mezcla de misticismo y dejadez y de los que se desembaraza cuando se convierten en adolescentes. Thomas es el hermano de Walker, quien sorprendió a Pearl robando en unos grandes almacenes y se la llevó con él a la isla; Pearl escapó, pero Walker dio con ella y Sam, el bebé de ambos: cuando regresaban, el avión en el que volaban cayó a tierra, y al accidente sólo sobrevivió Pearl y (quizá) su niño. Ahora Sam tiene siete años y Pearl teme que se esté convirtiendo en un animal salvaje o en el inventor de una religión infantil que tiene su centro en las historias sobre Aaron y Emma, los primeros habitantes de la isla; Sam está bajo la influencia de “la anciana”, pero a la anciana sólo la ve Pearl: al final, por supuesto, habrá sangre, durante una tormenta. Por PATRICIO PRONALPHA DECAY
Cada vez que la bruja le pide a Hansel que meta el dedo entre los barrotes para comprobar si ya se lo puede comer, él saca el huesecillo de alguna de las viandas con las que la vieja lo engorda. El pentimento de los Grimm con su perturbador imaginario de las parafilias y el sadismo contra los débiles sostiene la propuesta de Correa Fiz. También los elementos —tierra, aire…— de una naturaleza asfixiante. Reconocemos un similar tour de force entre civilización e instinto en los relatos de otras escritoras argentinas: Mariana Enríquez y Samanta Schweblin. Lo siniestro como líquido revelador de la historia y la domesticidad. Por MARTA SANZPÁGINAS DE ESPUMA
Poeta, ensayista, crítico de arte y literatura, Enrique Andrés Ruiz (Soria, 1961) es uno de los más originales intelectuales españoles. Si en Vida de la pintura (2001) comparecía como sabio antimoderno con un gran talento para la provocación, La carroña lo descubre inseguro. O sería mejor decir: bien armado de saberes, pero cuidadoso en su defensa de la incertidumbre. La carroña puede considerarse un libro sobre poesía, si entendemos por ésta la capacidad de fijar lo perecedero con la palabra, así como la de acompañar al mundo con una sintaxis. Porque también es una obra política y religiosa sobre las diferentes temporalidades con las que el hombre ha dado sentido al mundo. Por CARLOS PARDOPRE-TEXTOS
o creo que Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) requiera de una faja como le han puesto a Mirlo blanco, cisne negro, pues la novela —interesante y discutida, que no deja indiferente a nadie— ni es un ajuste de cuentas “conmigo mismo” ni tampoco “con el mundo editorial”. Esta historia de un joven novelista que, recién instalado en Madrid, conoce a un viejo escritor, es algo más, o algo menos, que un ajuste de cuentas. Y lo es en el estilo Prada sin alcanzar a Henry James —tan citado, de ahí el titulillo escogido para esta reseña—. A cada uno lo suyo. Dejemos a un lado los mandobles que da a diestro —no sé si a siniestro— contra escritores caricaturizados, fácilmente reconocibles, de esta república de las letras en las que él brotó en los años noventa como una de las grandes esperanzas blancas, de las que no se salvan suplementos —como este— y críticos miramelindos y eunucos —literal—. Por JAVIER GOÑIESPASA
En un artículo reciente, escrito bajo la sugestión de 'Vindicación del arte en la era del artificio', de J. F. Martel, Andrés Ibáñez se prodigaba en la defensa de la inutilidad del arte. Allí decía que el arte es un lenguaje “hecho de sonidos, de imágenes, de historias, de formas, de resonancias, de ritmos, de confluencias, de símbolos”, que nos pone en contacto con algo inmenso y misterioso. No parece casual que aquel artículo coincida con la aparición de 'La duquesa ciervo', una novela de fantasía medieval, género que no ha de sorprender a los lectores de la obra de Ibáñez, en general una propuesta que hace valer el encantamiento ante la belleza y se ofrece como un espacio de celebración. Escritor de gran cultura, muy sensible a la experiencia artística, dotado de excelentes recursos, poseedor de una prosa de exultante nitidez, el mundo medieval de fantasía debía resultarle algo más que una tentación. Un mundo que contiene elementos benéficos para la exclamación y el prodigio, poblado de castillos, reyes, héroes, princesas, estancias misteriosas, magos, animales mitológicos, sabiduría oculta, objetos cuya búsqueda dan sentido a la existencia, regido por normas que excluyen la razón y que se provee, con resuelta indemnidad, de las leyes que se concede la conciencia imaginativa para favorecer su propia fascinación. Por FRANCISCO SOLANOGALAXIA GUTENBERG
Hay un episodio de 'Pippi Calzaslargas', la serie televisiva basada en los libros de Astrid Lindgren, en el que la protagonista se tumba a mirar las nubes. La cámara adopta una perspectiva subjetiva y enfoca al cielo durante unos larguísimos segundos. El plano es tan prolongado que casi resulta incómodo, como si el director fuera un bergmaniano loco decidido a sabotear la programación infantil. No es algo peculiar de 'Pippi Calzaslargas'. Muchos productos audiovisuales dirigidos a niños de hace apenas unas décadas hoy parecen casi experimentales. La razón no tiene que ver tanto con los contenidos como con los códigos formales que se han impuesto en el cine y la televisión actual. Precisamente la lucha contra el empobrecimiento del lenguaje audiovisual ha sido el caballo de batalla de Peter Watkins desde hace décadas. Watkins es un mítico director de cine, pionero del falso documental y creador de obras fascinantes e inclasificables como 'La Commune', una película de seis horas sobre el alzamiento revolucionario de 1871. También es un 'outsider' que siempre se ha negado a someterse a los estándares de la industria audiovisual y ha criticado sus sistemas de producción y distribución. La crisis de los medios es un panfleto, en el sentido más honorable del término, que recoge ese trayecto de antagonismo cinematográfico. Por CÉSAR RENDUELESPEPITAS DE CALABAZA