‘The imitation game’ | Haz lo que digo, no lo que hago

Cuando tu hijo diga una palabrota, pon cara seria como si estuvieras en un tebeo, todos a maldecir con “cáspita”, “botarate” y “recórcholis”

Si tu crío repite tacos con inocencia, pon cara de Cumberbatch para que no lo haga más

Los niños pequeños son los detectives que mejor se camuflan, porque lo observan todo con sagacidad holmesiana sin que nadie se dé cuenta.

Y lo retienen y lo imitan.

Lo bueno y lo malo.

Una de las cosas más complicadas y sutiles de la paternidad es que ahora no sólo tienes que preocuparte de querer, cuidar y proteger a tu criatura, sino que además tienes que ser su modelo de perfección. O por lo menos ser menos descuidado que hasta ahora.

Porque los niños imitan cómo comer con cubiertos, cómo vestirse solos o cómo comunicarse con palabras y frases sin haber estudiado...

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Los niños pequeños son los detectives que mejor se camuflan, porque lo observan todo con sagacidad holmesiana sin que nadie se dé cuenta.

Y lo retienen y lo imitan.

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Lo bueno y lo malo.

Una de las cosas más complicadas y sutiles de la paternidad es que ahora no sólo tienes que preocuparte de querer, cuidar y proteger a tu criatura, sino que además tienes que ser su modelo de perfección. O por lo menos ser menos descuidado que hasta ahora.

Porque los niños imitan cómo comer con cubiertos, cómo vestirse solos o cómo comunicarse con palabras y frases sin haber estudiado gramática. Pero también si cruzamos en rojo creerán que está bien, si soltamos palabrotas las repetirán en el cole, y si acabamos pidiendo pizza con regularidad se volverán tortugas ninja.

Lo de comer sano se arregla rápido, con el menú de un pediatra, viendo la pasta que cuestan las pizzas gustosas, o con las malas caras de la pareja.

Pero lo de respetar los semáforos hay que tomárselo en serio, porque a partir del año y pico los críos quieren caminar a su aire. Y debemos transmitirles que un paso de cebra impone más que la declaración de la renta.

Nosotros nos agachamos a la altura de la niña, para mayor contacto ocular, le señalamos el semáforo y preguntamos: ¿cómo está el señor?

Ella señala el muñeco para demostrar que nos escucha, y luego nosotros decimos como los payasos de la tele pero más flojo, porque sin la nariz roja la gente nos mira con desprecio: ¡rojo!

Cuando el semáforo cambia la niña grita “verde” (con la de veces que hacemos esto al día, al final se la entiende claramente) y cruzamos felices. (Bueno, esquivando coches que han parado donde han querido y motoristas kamikazes).

A esta educación viaria ayudaría mucho que el resto de la humanidad nos acompañara en la acción. Pero, por supuesto, los otros peatones suelen cruzar entre los coches como la típica persecución de una peli de Michael Mann. No se les puede gritar “¡esquiroles!” porque acabaríamos afónicos. Pero al menos podemos predicar con el ejemplo.

Cuando veo una familia con un niño en el semáforo, aunque yo tenga mucha prisa me espero a su lado (y casi contesto yo cuando preguntan de qué color está el señor) para que el chaval vea que todo mundo está cumpliendo las mismas normas de elegancia y supervivencia básica.

Las palabrotas son otro tema complicado de erradicar. Todos tenemos amigos que hablan como un secundario de Tarantino, y por modositos que seamos, nos han acabado contagiando y al final a todos se nos escapan unas cuantas.

Los niños las repiten con inocencia, y nuestra reacción natural es reír, así que ellos lo repiten con más intensidad para conseguir más risas. Pongamos cara seria y a partir de ahora, como si estuviéramos en un tebeo de Mortadelo y Filemón, todos a maldecir con “cáspita”, “botarate” y “recórcholis”.

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