El viento

El viento que volvió locos a los españoles mientras Miguel de Unamuno proseguía con sus estudios son los que uno cree advertir soplar desde hace tiempo en todo el planeta

Un árbol entre el viento. ENRICO LADUSCH / GETTY

En el mediometraje Los Montes, de José María Martín Sarmiento, un cineasta desconocido en España por haber hecho casi toda su carrera en Francia, una de las mujeres que asisten al velatorio del último hombre del pueblo, cuyo final se advierte ya irreversible, cuenta una de las cosas más poéticas que uno ha escuchado nunca: el viento no mueve los árboles, son los árboles los que al moverse crean el viento.

No sé qué árboles crearán el viento de Fuerteventura, lo cierto es que se trata de un viento seco y abrasador como Miguel de Unamuno pudo comprobar en sus meses de destierro e...

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En el mediometraje Los Montes, de José María Martín Sarmiento, un cineasta desconocido en España por haber hecho casi toda su carrera en Francia, una de las mujeres que asisten al velatorio del último hombre del pueblo, cuyo final se advierte ya irreversible, cuenta una de las cosas más poéticas que uno ha escuchado nunca: el viento no mueve los árboles, son los árboles los que al moverse crean el viento.

No sé qué árboles crearán el viento de Fuerteventura, lo cierto es que se trata de un viento seco y abrasador como Miguel de Unamuno pudo comprobar en sus meses de destierro en la desértica isla canaria que Manuel Menchón ha recreado en una película, La isla del viento, que se acaba de estrenar. El actor José Luis Gómez presta su interpretación en ella al escritor y filósofo bilbaíno, un personaje tan poco leído como mal comprendido por los españoles. A la luz de su mentalidad su pensamiento no encaja ni con las ideologías dominantes en su tiempo ni con las de ahora. Él, conservador a machamartillo, católico, apostólico y romano, era a la vez un heterodoxo, un hereje, un revolucionario atípico. Su grito de excomunión —“¡venceréis pero no convenceréis!”— a los falangistas que, con Millán Astray a la cabeza, patearon la sagrada Universidad salmantina, templo de la inteligencia, forma parte ya de la historia española, tanto por su significado como por su oportunidad. Solo Unamuno, que había apoyado la sublevación militar cuando se produjo, podía permitirse decir una frase así.

Pero el que protagoniza la película de Manuel Menchón, un filme fallido pero lleno de buenas ideas, no es Miguel de Unamuno sino el viento. La circunstancia de su destierro, que habría dicho Ortega y Gasset, otro filósofo conservador. A lo largo de toda la película, el viento se mezcla con el estado de ánimo del filósofo, que ve cómo su pensamiento se modifica ante su violencia como le ocurre a la isla en la que está extrañado. Es lo que estaba ocurriendo a la vez en España, que veía soplar sobre ella vientos de guerra, la que terminaría estallando algunos años después. Esos vientos, el viento seco y abrasador de Fuerteventura, el áspero y lleno de amenazas que volvió locos a los españoles mientras Miguel de Unamuno proseguía con sus estudios y con sus viajes de vuelta de su destierro, son los que uno cree advertir soplar desde hace tiempo en todo el planeta, de Afganistán a Estados Unidos, de Rusia a Oriente Próximo y a Europa. Ojalá sea una impresión equivocada, porque los vientos que soplan no son precisamente los que tienen la respuesta a nuestras preguntas, ésos a los que canta el último Premio Nobel de Literatura.

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