Editorial

Sin mandato

El referéndum unilateral cae fuera del programa secesionista del 27-S

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en el Parlamento de Cataluña.Toni Albir (EFE)

La renqueante mayoría secesionista del Parlamento catalán se ha sacado de la chistera un nuevo conejo, el referéndum proindependencia para 2017 y con carácter no acordado. Y por tanto, unilateral e ilegal, aunque no se titule así.

Esta idea resulta contradictoria con las promesas formuladas por el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, antes de ganar la cuestión de confianza, de que cualquier referéndum debería celebrarse en plenitud de garantías y exhibir suficiente encaje legal.

Desborda además el presunto “mandato” electoral mayoritario del 27-S de 2015 del que siemp...

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La renqueante mayoría secesionista del Parlamento catalán se ha sacado de la chistera un nuevo conejo, el referéndum proindependencia para 2017 y con carácter no acordado. Y por tanto, unilateral e ilegal, aunque no se titule así.

Esta idea resulta contradictoria con las promesas formuladas por el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, antes de ganar la cuestión de confianza, de que cualquier referéndum debería celebrarse en plenitud de garantías y exhibir suficiente encaje legal.

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Desborda además el presunto “mandato” electoral mayoritario del 27-S de 2015 del que siempre alardea el secesionismo. No existe como consecuencia de una mayoría en votos, pues los independentistas apenas alcanzaron el 48%; y conculcaría el listón de dos tercios de los escaños requeridos para modificar el Estatuto vigente, el que ampara la legitimidad del Gobierno de Puigdemont.

Pero si existiese, tampoco cubriría esta propuesta de referéndum, pues los programas y la hoja de ruta parlamentaria derivada de aquella elección excluían cualquier referéndum que no fuese para ratificar una Constitución independentista. Así que el secesionismo se aleja de su propia cobertura legitimadora, por débil e inventada que resulte.

Convergentes, republicanos y miembros de la CUPaseguraban que aquel paso se debía a que ya se había “pasado la pantalla” de la fase autonómica, y porque la ilegal consulta referendaria del 9-N de 2014 ya surtía efectos plenos.

Ahora la marcha atrás hacia algo parecido viene a reconocer por la vía de hecho que la pretendida mayoría no lo era, que la consulta era inane y que hay que volver a empezar. Intentando, entre otras cosas, atraerse a los comunes (el conglomerado de los seguidores de Ada Colau, Podemos e Iniciativa) con el señuelo del “derecho a decidir”.

El retroceso es loable como confesión implícita del fracaso. Pero esconde arrogancia indebida, pues la moción ha reunido menos votos que otra de los comunes apelando a un referéndum mucho más etéreo. Y apunta a que bajo su formulación se plantee una estrategia de choque, con la pretensión de acumular más prohibiciones e incluso su interrupción por la fuerza. Lo que proporcionaría carburante victimista y alguna atención exterior que dotasen de músculo a un procés desvitaminado.

Por el momento, las rituales protestas por la intervención de los tribunales sobre la política catalana exhiben escaso empaque. El Tribunal Constitucional (TC) ha evitado recurrir a la nueva norma que le permitiría sancionar a la presidenta del Parlament. Tampoco el Supremo ha persistido en procesar al portavoz convergente en el Congreso por malversar fondos públicos en la consulta referendaria, lo que podría haberle acarreado pena de prisión. Y además, el TC ha validado leyes catalanas (como la que permite actuar contra la pobreza energética), desnaturalizando la acusación de haberse convertido en brazo ejecutor de la política del Gobierno.

La cuestión catalana necesita menos titulares judiciales y más iniciativas políticas que la encaucen.

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