La dama de las abejas

La felicidad se entiende como una experiencia colectiva y la soledad es beneficiosa para un rato

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Desde que somos pequeños se nos inculca de una manera u otra que la felicidad solo se obtiene en compañía. La niña que juega sola nos conmueve, el viejo viudo provoca compasión, a la mujer que se enfrenta a la soledad tras una separación se le buscan amigas, el hombre abandonado se observa con lástima y todo aquel que no tiene con quien irse de vacaciones nos apena. Así lo vemos aquí, en España, país mediterráneo, gregario, donde la felicidad se entiende como una experiencia colectiva y la soledad es una circunstancia beneficiosa para un rato. Pero basta con viajar un poco para percibir que no...

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Desde que somos pequeños se nos inculca de una manera u otra que la felicidad solo se obtiene en compañía. La niña que juega sola nos conmueve, el viejo viudo provoca compasión, a la mujer que se enfrenta a la soledad tras una separación se le buscan amigas, el hombre abandonado se observa con lástima y todo aquel que no tiene con quien irse de vacaciones nos apena. Así lo vemos aquí, en España, país mediterráneo, gregario, donde la felicidad se entiende como una experiencia colectiva y la soledad es una circunstancia beneficiosa para un rato. Pero basta con viajar un poco para percibir que no en todas partes es así. He conocido mujeres, en EE UU, que planean su vida, sus aventuras o sus copas sin necesidad de acompañante, aunque no estén cerradas a encontrar a algún compañero en el camino. Y siempre he sentido algo de envidia de esa bendita soberanía sobre los propios actos, porque en el fondo pesa en mí esa ley no escrita de que solo en lo compartido se encuentra la plenitud.

Leo estos días un libro que me hace reflexionar sobre esto en lo que tanto he pensado, cuando inevitablemente comparaba la esencia de la vida americana con la nuestra: Un año en los bosques, de Sue Hubbell. En él, asistimos a la experiencia de una mujer que abandona su trabajo como bibliotecaria en la Universidad de Brown y se va a vivir a una cabaña en las montañas Ozarks (Missouri) con la intención de convertirse en apicultora. No es una novela; si lo fuera, el lector esperaría sorprendentes encuentros de la bibliotecaria con inquietantes personajes, pero aquí lo que compartimos es el diálogo de una brava mujer con el mundo salvaje. La señora Hubbell tenía 47 años cuando decidió, junto con su marido y una vez que su hijo se había independizado, abandonar el campus universitario para cosechar su propia miel, pero casi recién llegados a la cabaña el marido la abandona y ella, lejos de arrepentirse de su decisión, se reafirma en un proyecto que había sido diseñado entre dos y que ahora queda solamente en sus manos.

Hubbell, miembro de una familia de estudiosos de la naturaleza, bióloga de formación, va percibiendo que no está sola, al contrario, comprende que alrededor de su cabaña están ellos, los bichos del bosque. Escucha el aullido de los coyotes, distingue los cantos de los pájaros, se acerca al río para asistir a un concierto de ranas, cría pollos, esquiva el encuentro con las serpientes y hace frente a 18 millones de abejas repartidas en 300 colmenas. De vez en cuando, socializa con el resto de los lugareños, agricultores y apicultores, y en torno a un asado de carne charlan hasta el anochecer sobre el devenir del año, la cosecha o la amenaza de que el bosque se convierta en un lugar de vacaciones. Cuatro estaciones en las que la dama de las abejas, como así la bautizan los vecinos, se ve aislada por nevadas implacables, por el barro posterior, tan difícil de sortear como la nieve, o impresionada por el renacimiento primaveral que hace palpitar la tierra. Hace suyas las palabras de Rilke, en sus Cartas a un joven poeta: “Ten paciencia con todo lo que no está resuelto en tu corazón y trata de amar las preguntas en sí mismas”. Y eso hace, con valentía admirable, esta mujer determinada a superar la tristeza que le provoca el fin de 30 años de matrimonio a fuerza de trabajo y de prestar atención a aquellos otros seres vivos sobre los que escribe con ironía y una luminosa perspicacia. No deja del todo atrás a la mujer urbana que fue: cría pollos, pero es incapaz de matarlos para comérselos como así hacen los otros granjeros, así que opta por evitarse el trance comprándolos en el supermercado.

La vida en los bosques de Sue Hubbell es como la de cualquier vecino que nunca ha salido de allí, pero incorpora a ese día a día salvaje sus conocimientos académicos. Entiende su presencia en el bosque como lo que es, no idealiza jamás a los animales ni los juzga: sabe que matan o acechan según sus necesidades, y ella trata de analizar su comportamiento para defenderse pero también aprovecharse en la medida de lo posible de ellos.

El libro se publicó en 1986 y obtuvo un gran reconocimiento en un país en donde la experiencia de lo natural ha estado siempre presente en las artes y en el ensayo. Ahora que en España estos temas empiezan a interesar a lectores jóvenes (aunque tristemente la naturaleza no tenga presencia en el debate político), llega esta pequeña joya escrita por una señora de armas tomar que para sobrevivir al frío aprende a manejar la motosierra para abastecerse de leña. Años más tarde, dejó los bosques, se fue a vivir a Washington y se casó con un político. Encontró el amor, otro tipo de lucha, que también podría contarse, por qué no, en cuatro estaciones.

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