Patrulla

Nos deslumbra, nos fascina, el no saber exactamente qué mundo se está pisando

La Patrulla Canina es una serie de dibujos animados. Cuando hay una misión, un niño avisa a los cachorros (Chase, Marshall, Rubble, Rocky; parecen los novios que le cita Woody Allen a Mariel Hemingway en Manhattan) y todos se ponen en marcha. Alrededor de ellos se ha montado un marketing que va desde gorras, sudaderas y mochilas hasta muñecos, medios de transporte y demás juguetes.

He hecho mía esa pasión, como todas las de mi hijo, un niño de casi cuatro años. Que vive su obsesión por la patrulla con una delicadeza tan enfermiza que su madre y yo podemos reci...

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La Patrulla Canina es una serie de dibujos animados. Cuando hay una misión, un niño avisa a los cachorros (Chase, Marshall, Rubble, Rocky; parecen los novios que le cita Woody Allen a Mariel Hemingway en Manhattan) y todos se ponen en marcha. Alrededor de ellos se ha montado un marketing que va desde gorras, sudaderas y mochilas hasta muñecos, medios de transporte y demás juguetes.

He hecho mía esa pasión, como todas las de mi hijo, un niño de casi cuatro años. Que vive su obsesión por la patrulla con una delicadeza tan enfermiza que su madre y yo podemos recitar diálogos de la serie de memoria. Por eso, cuando este domingo mi hijo y yo nos topamos de bruces con dos de los cachorros en el Retiro, dos muñecos gigantes, casi me da a mí el infarto antes que a él.

—Manu, ¡pero si es la auténtica Patrulla Canina! Están en Madrid en medio de una aventura. Vamos a saludarlos.

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Pero él se quedó clavado en el parque, callado como una estatua, con el gesto volado. “¿Quiénes son?”, le pregunté. Me pidió que me agachase y dijo al oído: “Marshall y Chase”. Chase ya había dado dos pasos hacia él. El niño, serio, estiró la mano y la chocó con la del cachorro. Caí entonces en la cuenta del milagro que se estaba produciendo: después de tantos años, de tanta teoría, de tanta charla sobre ficción y no ficción, y tantos escrúpulos sobre nuestro oficio, que es el oficio de contar únicamente lo que pasa, todas las fronteras cayeron en ese momento. Todos los diques fueron desbordados.

Manu se hizo la foto entre ellos. Serio, casi consternado. Duró cuatro segundos; cuando no pudo más, cuando no soportó aquel peso gigante de la ficción haciéndose realidad, salió corriendo a abrazarse a mi pierna. Allí se quedó, protegido por su padre, mirándolos de reojo. Pensé en aquel extraordinario discurso de Ferlosio al recoger el Cervantes: en el deslumbramiento de su hija paseando por el Retiro cuando se encontraron un espectáculo de títeres. La fascinación de no saber exactamente qué mundo se está pisando. Y lo único que costaba salir de la fantasía para convertirla en algo real. Me lo dijo uno de los muñecos estirando la mano: “La voluntad”.

Cuando me fui a firmar a la Feria el niño se quedó con mis padres. Dieron un paseo y volvieron a encontrarse con Marshall y Chase. Para entonces él ya había superado la conmoción. Los saludó como quien saluda al churrero del barrio, y tras dar varios pasitos se dirigió a mis padres en tono neutro señalando a los cachorros a su espalda:

—Son los de verdad.

Sobre la firma

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