El problema será dónde hemos dejado el dron

Estos artefactos pasaron del campo de batalla a los estantes de las jugueterías como capricho para niños

Un dron, utilizado para el reparto de paquetes.HANDOUT (REUTERS)

Una de las características de este tiempo que nos ha tocado vivir es la velocidad con que las tecnologías se extienden en el uso cotidiano. Lo hacen generalmente siguiendo un mismo patrón; pasan de ser una excentricidad a una opción ventajosa y de ahí a una necesidad irremplazable. Aunque a muchos jóvenes les parezca increíble, no están tan lejos los tiempos en que tantos se reían en la playa de aquellos que utilizaban un teléfono móvil. Unos años después, según las estadísticas, la mayoría de quienes estén leyendo este artículo —o pinchando, accediendo, referenciando, likeando, linkeando o lo...

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Una de las características de este tiempo que nos ha tocado vivir es la velocidad con que las tecnologías se extienden en el uso cotidiano. Lo hacen generalmente siguiendo un mismo patrón; pasan de ser una excentricidad a una opción ventajosa y de ahí a una necesidad irremplazable. Aunque a muchos jóvenes les parezca increíble, no están tan lejos los tiempos en que tantos se reían en la playa de aquellos que utilizaban un teléfono móvil. Unos años después, según las estadísticas, la mayoría de quienes estén leyendo este artículo —o pinchando, accediendo, referenciando, likeando, linkeando o lo que sea que hagan— lo hacen a través de un teléfono móvil.

En el caso del móvil y otros muchos aparatos, se trata de una combinación de varios factores: una aplicación civil de un avance con origen militar, una mejora objetiva respecto a la realización de la misma tarea por otros medios y, naturalmente, una oportunidad de negocio con miles de millones de beneficio. ¿La prueba? Miremos a nuestro alrededor: nuestros ordenadores, nuestras televisiones planas, ultraplanas, curvas y lo que venga, los GPS en nuestros vehículos y nuestros smartphones de los que dependemos tanto que hasta sentimos cómo vibran en el bolsillo cuando están sobre la mesa.

Con los drones ocurre lo mismo. Pasaron del campo de batalla, donde han demostrado una eficacia aterradora, a los estantes de las jugueterías como capricho para niños y no tan niños. Si, por ejemplo, el lector ha asistido a una boda en la que se ha utilizado un dron para grabar en vídeo, sin duda habrá regresado a casa con una provisión notable de comentarios jocosos y críticos a partes iguales. Pero los drones ya han cruzado la línea de la excentricidad y están en el campo de la opción ventajosa. Una empresa que repara tejados los utiliza para inspeccionarlos sin necesidad de subir, los servicios forestales vigilan los incendios, los ingenieros los usan para detectar problemas en grandes construcciones o, simplemente, su avance. Pueden llevar un desfibrilador a un infartado antes que una ambulancia y su cámara permite a los médicos dar indicaciones a quien esté auxiliando al paciente.

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Los drones comienzan a estar en todas partes y, lógicamente, a crear problemas. Son una herramienta ideal para violar la intimidad, cometer un acto terrorista o provocar un grave accidente por pura imprudencia. En los últimos meses ha habido al menos dos incidentes en aeropuertos de Francia y Reino Unido relacionados con drones. Patos, gaviotas y palomas ya no son el único peligro para los aviones. Holanda entrena águilas para capturar estos aparatos, la seguridad de Isabel II prohibió terminantemente durante los tres días de la visita de Obama que sobrevolaran determinadas zonas de Londres y en EE UU se dirime en los tribunales si es legal derribarlos sobre una propiedad privada. Pero todo esto pronto quedará superado; como en el caso del mando a distancia del televisor, el problema será dónde nos lo hemos olvidado.

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