El acento

Apple y el velo en la mirada

40 años después de su fundación, se dice que la marca de la manzana no tiene clientes, sino devotos de sus productos

La madrugada del 5 al 6 de octubre de 2011, la redacción de EL PAÍS comenzó su jornada bastantes horas antes que de costumbre. Un grupo de redactores hizo noche en la sede madrileña del diario. No era habitual entonces —tampoco extraordinario— que un grupo de trabajadores pasase la noche en vela, pero el acontecimiento que provocara esos desvelos tenía que ser potente: un cambio de presidente en EE UU, quizá la noche de los Oscar, alguna noche electoral en España, el fallecimiento de un papa… Esa noche no había pasado ninguna de esas cosas. ¿Entonces? Había muerto Steve Jobs, el fundador —pero...

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La madrugada del 5 al 6 de octubre de 2011, la redacción de EL PAÍS comenzó su jornada bastantes horas antes que de costumbre. Un grupo de redactores hizo noche en la sede madrileña del diario. No era habitual entonces —tampoco extraordinario— que un grupo de trabajadores pasase la noche en vela, pero el acontecimiento que provocara esos desvelos tenía que ser potente: un cambio de presidente en EE UU, quizá la noche de los Oscar, alguna noche electoral en España, el fallecimiento de un papa… Esa noche no había pasado ninguna de esas cosas. ¿Entonces? Había muerto Steve Jobs, el fundador —pero no solo eso, era el alma, la esencia— de Apple, el Leonardo Da Vinci de nuestros tiempos.

Jobs fue un señor que tuvo claras unas cuantas cosas y tuvo la habilidad, la voluntad, el tesón, la sabiduría y, por qué no decirlo, la suerte para ponerlas en práctica y hacerse inmensamente rico por ello. En su caso, lo que vio claro, junto a Steve Wozniak, es que los ordenadores —y posteriores derivados— iban a ser el futuro. Pensó con inigualable acierto que podía meter uno —o varios— de esos aparatos en cada casa —en cada bolsillo, aunque eso fue después—, y, de añadidura, que si lograba hacerlos intuitivos, fáciles de usar y bonitos, la cosa no podía ir mal. Acertó, por supuesto, y de qué manera, aunque no fue fácil. Pese a los avatares que le llevaron fuera de la compañía durante un tiempo, como muchos dicen, Steve Jobs cambió nuestras vidas.

Lo hizo con los primeros ordenadores portátiles, con el sistema operativo basado en ventanas y, sobre todo, a raíz de la invención de aparatos como el iPod (2001) y el iPad (2010), que cambiaron radicalmente la forma en que se consumía la música y la relación de las personas con la informática. El iPhone (2007) hacía eso y, además, permitía hablar por teléfono, pero ese invento no se lo debemos a Apple.

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Para extraer el máximo rendimiento a esos aparatos, además, Apple ideó un ecosistema, el de las aplicaciones y su correspondiente tienda, que ha sido imitado por otros gigantes. El empresario californiano se convertía así en el Dios, el mesías, el gurú, el pionero, el visionario… En multimillonario y, hasta su fallecimiento aquel 5 de octubre de 2011, en patrón de una gigaempresa, hasta hace poco la mayor cotizada del mundo.

40 años después de su fundación, se dice que Apple no tiene clientes, sino devotos de sus productos. Pero es una empresa y, como tal, se dedica a ganar dinero y no responde a tal devoción con la altura ética que cabría esperar: su reciente negativa a colaborar con el FBI para acceder a la información contenida en el iPhone del terrorista de San Bernardino o su forma de esquivar impuestos —evadir, podría decirse— en Europa mediante tretas de tahúr —no es la única; mal de muchos...— deberían abrir una brecha en la idolatría que vela la mirada de muchos fanáticos de la marca de la manzana.

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