Mi camiseta sudada

Los Pumas, sudando, sangrando y llorando, tras ser derrotados en un partido del último Mundial. En 1979 dejaron más o menos así a nuestro columnista.

Me ha entristecido no haber sido llamado a participar en el último especial de ICON Sport, yo, que tengo un pasado –quiero creer que incluso un presente– en el mundo del deporte. Igual se piensan que sólo sé escribir de moda (?). En fin, me ha tocado chupar banquillo y no he podido sudar la camiseta.

Y eso que la joya de mi fondo de armario es, precisamente, una vieja camiseta de rugby sudada, rasgada, embarrada y que aún conserva manchas de sangre. Desprende todavía un aroma de gloria...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Me ha entristecido no haber sido llamado a participar en el último especial de ICON Sport, yo, que tengo un pasado –quiero creer que incluso un presente– en el mundo del deporte. Igual se piensan que sólo sé escribir de moda (?). En fin, me ha tocado chupar banquillo y no he podido sudar la camiseta.

Y eso que la joya de mi fondo de armario es, precisamente, una vieja camiseta de rugby sudada, rasgada, embarrada y que aún conserva manchas de sangre. Desprende todavía un aroma de gloria –un tufo sería más exacto–, y su más asombrosa característica es que era mía. Lo han oído bien: mía; a mí también me cuesta creerlo. Pero es cierto, como lo es que el sudor y la sangre son míos (el barro es del viejo estadio de Montjuïc).

Es la camiseta que vestía durante la época en que jugaba al viril deporte del balón ovalado. Bien, en realidad es una de las camisetas que me enfundaba entonces, porque lo usual era que las prendas, propiedad del club, llegaran en una gran bolsa al vestuario y el entrenador las repartiera mientras desvelaba la alineación. Esos momentos eran muy emocionantes. Podías quedarte fuera del partido, y yo a veces rezaba para que así fuera, sobre todo contra la Santboiana, que tenía un paquete de delanteros (es una expresión técnica) con el que aún sufro pesadillas y un público que te zancadilleaba en las bandas. Pero no, invariablemente, el entrenador me miraba fijamente, escrutando el estado de mis gónadas y, confundiendo mi resignado espanto con coraje, me lanzaba una de las camisetas mientras decía mi nombre y mi puesto: “Butanito, ala” (no es que me jaleara, es que ala, o wing, es la posición en la que jugaba, el ala derecho, con el número 14). Butanito era mi apodo –les aseguro que los había peores– porque en los entrenamientos usaba una sudadera naranja que me había comprado con la vaga ilusión de parecerme a James Caan en Rollerball, mi película favorita entonces, descontando, en distinto género, otra predilecta: Bilitis.

"Un 'pilier' inmenso me pasó por encima como una locomotora y me partió una muela de un rodillazo. Mientras analizábamos en el vestuario la paliza y yo escupía trozos de molar, distraje la camiseta ensangrentada"

Las camisetas había que devolverlas, para luchar otro día. Pero yo birlé esa, la que conservo, porque pensé que me la había ganado. Aquel 19 de febrero de 1979 no fue un domingo cualquiera. Ese día nos enfrentamos a los Pumas, la selección argentina. No se confundan, yo nunca jugué la Copa del Mundo, ni el Cinco Naciones, ni siquiera en la primera división del rugby patrio. Mi marco referencial era la competición regional, y mis rivales, equipos como el BUC, el Cornellà, el Hospitalet, La Salle, el Español, el segundo equipo de la Santboiana…

Aquel día frente a los Pumas era un partido amistoso (?). Nos masacraron, a mí particularmente. Un pilier inmenso me pasó por encima como una locomotora y me partió una muela de un rodillazo. Mientras analizábamos en el vestuario la paliza y yo escupía trozos de molar, distraje la camiseta ensangrentada. Me la había ganado. No la he lavado desde entonces –¡hace 36 años!–. En ocasiones especiales la saco del armario, me la pongo, me rocío de Linimento Sloan, y me estiro en la cama emocionado como una Emily Dickinson del rugby. Qué tiempos aquellos, suspiro, sobre todo por haber sobrevivido. La camiseta es blanca con el cuello y los puños azules –los colores de mi equipo, el Club Natación Barcelona– y lleva cosido el 14 en la espalda. Prácticamente no puedo respirar dentro (de placar a alguien ya ni hablamos). Pero cierro los ojos y pienso en los tiempos del estadio, las botas de largos tacos y el sabor ferruginoso de la aventura en la boca. Días de valor y gloria que no volverán, pero que, como las manchas, acaso tampoco se han ido del todo.

Sobre la firma

Archivado En