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Concentración extrema en la puesta a punto de cada uno de los platos.
La curiosidad me podía. ¿Habrían cambiado mucho las cosas? Mi propósito era sentirme como uno más de su brigada sin estorbar a nadie, reto complicado. Cuando alrededor de las 14.00 alguien gritó "¡Mesa 4 completa!", se empezaron a acelerar los gestos del equipo que desde media hora antes protagonizaba una auténtica vorágine. "¡Llevo vasos, cuidado!", "¡Voy con cuchillos!", "¡Voy, voy que quemo!" escuchaba por todas partes. Me refugié en una esquina junto a la salamandra y oí una voz familiar: "Hola, José Carlos". "Hola, David", le contesté tras girar la cabeza y encontrarme con David Muñoz rellenando dumplings. "¿Qué tal andas?". "Agotado, no sabes hasta qué punto. Esto es una puta locura. Todas nuestras preparaciones son calientes y las hacemos al momento. El esfuerzo es tremendo ”, me dijo.
Treinta cocineros, la mayoría con menos de 25 años, zigzagueaban como bailarines entre los fuegos, arcones y la mesa de pase poniendo a punto recetas inverosímiles, siempre distintas, refinadamente originales. Con una asepsia impecable, profesionales ataviados de negro provistos de guantes sanitarios realizaban desplazamientos rápidos, giraban sobre sí mismos, portaban cosas, cortaban y montaban los platos con una concentración extrema. El espacio de cocina, tan amplio como luminoso parecía volverse angosto, invadido por bocanadas de fuego, de ruido y de humos: la virulencia del wok, los olores de la combustión de una parrilla de carbón, el crepitar del aceite y de los alimentos sobre una plancha, junto a varios hornos y muchas ollas, una de ellas gigantesca repleta de caldo.
Durante dos horas largas ejercí de observador sin seguir el rastro completo a ninguna receta. Imposible. Husmeé en cada puesto y no vi a ninguno de los jóvenes jefes de partida dando instrucciones. Salvo algún berrinche esporádico de David, pocos detalles reseñables, las medias voces imperaban en medio de un espectáculo desasosegante. Todos los platos se remataban entre varios de manera eléctrica en medio de un caos aparente con ingredientes que surgían calientes de cualquier rincón de las cocinas. Una locura. Sin embargo, los protagonistas parecían tener la lección bien aprendida, ninguna posibilidad de incurrir en errores.
"Aquí el calor es menos intenso que en la calle Pensamiento", le comenté a David en otro de los cruces. "Espera que den las tres y media y el comedor esté lleno, aguanta, no te vayas y me dices". En efecto, a esa hora el calor ambiental iba subiendo. De un lado a otro, el ruido, el fuego, el humo, la luz y la tensión se palpaban en cada esquina. Siempre con una pulcritud extrema. He visto de cerca muchas cocinas profesionales en partes alejadas del mundo, pero nunca nada parecido a Diverxo.
"Lo que conseguís es un milagro", le comenté de pasada a Javi Arroyo, sumiller de la casa. Hacéis altísima cocina con equipos de desconocidos de menos de 25 años. "Son jóvenes con ganas, tan sencillo como eso", me respondió. "Cuando salen de aquí y llegan a otros restaurantes se comen el mundo".
Salí del frente de guerra a respirar y a beber agua. Nadie en el comedor era consciente de la tensión que se vivía dentro. Al pie de las mesas, en el centro de la sala, algunos cocineros remataban bocados, otra de las singularidades de Diverxo. Al volver conseguí tomar fotografías de algunos platos a costa de robar segundos al equipo de sala que desde la cocina saltaba disparado hacia las mesas. Dentro continuaban las aglomeraciones y estrangulamientos en lugares críticos.
Observé a David y tampoco pude seguirle el rastro. Emplataba, organizaba comandas, revisaba la parrilla, corría a rematar los platos de una mesa y se estiraba para alcanzar una salsa. Diverxo, volví a pensar, es un milagro. Más de 45 empleados entre personal de sala y cocina atienden a 35 comensales en cada turno. "Nunca doblamos mesas", me había dicho Arroyo. Detrás de David, dos profesionales estratégicos, Manuel Villalba, su mano derecha, y Pablo Sobrino, que se encarga del microcosmos ajeno a las cocinas. Ninguno con más de 35 años.
Hace falta una voluntad de hierro y un talento descomunal para hacer compatible el ritmo infernal de semejante restaurante con el I+D que David Muñoz activa a diario en su cabeza. Creatividad y auto exigencia total para mantener su restaurante entre los mejores del mundo.
Economista. Crítico de EL PAÍS desde hace 34 años. Miembro de la Real Academia de Gastronomía y de varias cofradías gastronómicas españolas y europeas, incluida la de Gastrónomos Pobres. Fundador en 2003 del congreso de alta cocina Madrid Fusión. Tiene publicados 45 libros de literatura gastronómica. Cocina por afición, sobre todo los desayunos.