El cuento del ovillo

Las millones de fotos compartidas en redes sociales intentan convencernos a nosotros mismos, y también a los otros, de que estamos aprovechando la vida al máximo

Hace unos años hice un experimento en vacaciones. Dejé el iPhone en casa, compré por 20 euros un ladrillo Nokia de los de antes y me fui. Ni una mirada buscando notificaciones, ni una llamada, ni un SMS: los días se hicieron eternos. Este verano ha sido más bien mi móvil el que ha hecho un experimento conmigo. Nada más llegar al destino se quedó sin memoria para seguir almacenando fotografías así que decidí no insistir más allá de un par de instantáneas. Las conclusiones han sido un poco contradictorias: por un lado sentía el placer de no estar atenta, de no estar sustituyendo el trabajo diari...

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Hace unos años hice un experimento en vacaciones. Dejé el iPhone en casa, compré por 20 euros un ladrillo Nokia de los de antes y me fui. Ni una mirada buscando notificaciones, ni una llamada, ni un SMS: los días se hicieron eternos. Este verano ha sido más bien mi móvil el que ha hecho un experimento conmigo. Nada más llegar al destino se quedó sin memoria para seguir almacenando fotografías así que decidí no insistir más allá de un par de instantáneas. Las conclusiones han sido un poco contradictorias: por un lado sentía el placer de no estar atenta, de no estar sustituyendo el trabajo diario por el trabajo de elaborar imágenes, como advertía Sontag; por otro, me inquietaba la idea de no estar haciendo todo lo posible por fijar recuerdos.

Sé que la idea de que las fotografías que tomamos sirven para rememorar el pasado es estúpida. Mataría por tener las fotos de los dormitorios de las casas en las que he vivido, de los escritorios en los que he trabajado, de los bares desaparecidos en los que he desayunado o quedado con la cuadrilla. Cambiaría mis fotos del Prado por una de mi armario adolescente, las de París por una del salón de mis padres en los ochenta, las de Italia por una de la disco light de los viernes. Pero no retratamos lo cotidiano. Cada vez que sacamos una foto de lo extraordinario cometemos un adorable acto de falta de cálculo pensando que en el futuro volveremos atrás para mirar lo bien que sujetábamos la torre de Pisa o lo favorecedora que quedaba de fondo la torre Eiffel.

Los niños de mi generación aprendimos el terror al paso del tiempo en un cuento editado por Susaeta y que cito de memoria. En él, un pequeño príncipe se encontraba con un mago que le entregaba un ovillo mágico: si tiraba un poco de él pasarían minutos, horas o años. Por curiosidad e impaciencia, el niño lo usaba cada vez más (¿qué pasará cuando sea mayor? ¿y cuando me case? ¿y cuando sea rey?) y al final el ovillo —la vida— se le escapaba de un tirón. Los chavales de hoy están aprendiendo la misma idea a través de una palabra en inglés, FOMO (Fear of Missing Out, miedo a perderse algo). En el fondo, las millones de fotos compartidas en redes sociales intentan convencernos a nosotros mismos y también a los otros de que estamos aprovechando la vida al máximo. Cada vez que se hace clic, cada vez que se comparte, se le da un tirón más al ovillo.

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