Una fiesta sin fin

‘Madame Bovary’ y ‘El Gran Gatsby’

LUIS TINOCO

La tarde avanzaba a pequeños pasos, para no tropezar con la luz. Esa melan-colía con la que sucedían las cosas en Francia fascinaba a Jay, que encendió un cigarrillo y reclamó otro whisky canadiense con vermut rojo y una gota de angostura. Lo hizo con un gesto americano, sin traducción al francés, pero que el camarero del Ritz entendió a la primera. En espera del whisky ojeó Le Petit Journal y reparó en una de esas noticias pequeñas que escondían a propósito para que no pasasen desapercibidas. El ilustre tenor Edgar Lagardy, según la nota, cantaba al día siguiente en Ruán, al noreste ...

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La tarde avanzaba a pequeños pasos, para no tropezar con la luz. Esa melan-colía con la que sucedían las cosas en Francia fascinaba a Jay, que encendió un cigarrillo y reclamó otro whisky canadiense con vermut rojo y una gota de angostura. Lo hizo con un gesto americano, sin traducción al francés, pero que el camarero del Ritz entendió a la primera. En espera del whisky ojeó Le Petit Journal y reparó en una de esas noticias pequeñas que escondían a propósito para que no pasasen desapercibidas. El ilustre tenor Edgar Lagardy, según la nota, cantaba al día siguiente en Ruán, al noreste de París. No habría más que una función, y después se iría con Lucía de Lam-mermoor a Inglaterra, donde estaba contratado “por unos grandes emolumentos”. El magnate estadounidense había leído historias increíbles sobre Lagardy, del que decían que viajaba con tres amantes y un cocinero, y que disfrutaba tirando el dinero y la salud por la ventanilla. No podía perder la ocasión de escucharlo y lo organizó todo para salir esa misma tarde.

Pasada la medianoche llegó al hotel La Croix-Rouge, en la Place Beauvoisine. No era el Ritz, pero algunas incomodidades, de tan exóticas, se volvían agradables, como los chasquidos de la madera en mitad de la oscuridad, o el hecho de que desde su ventana se viese a unas gallinas picoteando en el patio. Por la mañana madrugó, pero tarde. Bajó de su habitación justo a tiempo de acariciar un instante acrisolado, cuando entraba en el hotel la mujer más fascinante que había visto en todos estos años lejos de Nueva York. No era la más bella, pero le pareció que el mundo giraba en su interior como una noria incendiada, y eso lo deslumbró. Llevaba sombrero, guantes y un ramillete. Cuando se dirigió a la recepción del hotel, la siguió y se hizo el encontradizo. Se presentó, empujando su nombre con un acento remotamente francés. Ella sonrió a oscuras, sin sonreír, y tras decir que se llamaba Emma Bovary, le preguntó qué hacía un americano en Ruán. Por lo visto, Lagardy les suscitaba una enorme intriga a ambos.

Jay le rozó un brazo y sintió que podría enamorarse de aquella mujer para los siguientes treinta años, durante los que la vida sería una fiesta sin fin. Algo le decía que ella también se arrojaría en sus brazos si le daba la oportunidad de cenar con él después de la función, pero en ese momento, un hombre de aire triste, casi contagioso, se sumó a la pareja. Emma lo presentó como Charles, su marido. Aquel caballero tapó el sol con su aspecto. Se despidieron hasta la tarde.

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El destino volvió a cruzarlos en el vestíbulo del teatro. Emma se sonrojó y le regaló un gesto sutil que podía significar solo una cosa

En el bar del hotel se apresuró a escribir una nota para Emma. Sabía cuando una mujer, en silencio, miraba a un hombre e, indescifrablemente, le pedía que la rescatase. Emma lo había mirado así. Estaba seguro. Él creía en la luz verde. Le propuso un encuentro en el descanso de Lucía de Lammermoor. Introdujo la nota en un sobre y se la deslizó, con una propina, a un mozo del hotel para que se la entregase cuando estuviese sola.

El destino volvió a cruzarlos en el vestíbulo del teatro. Emma se sonrojó y le regaló un gesto sutil que podía significar solo una cosa. Esa cosa fue del agrado de Jay. A su lado iba Charles, pisando su alma, larga y gris. Acomodado en el palco, el magnate neoyorquino vigiló con los gemelos sus movimientos. Le agradó que, cuando su marido se distraía, ella le dedicase todas las miradas.

No tardó en levantarse el telón. Lagardy se hizo esperar. En su entrada, su voz conquistó las esquinas más recónditas, incluso las que ni siquiera existían. La pasión germinó en los espectadores, y la atormentada Emma hizo suya la desesperación del tenor. El tiempo se columpiaba en la eternidad, y la llegada del descanso cogió a todos por sorpresa. Emma quiso salir, pero el público llenaba los pasillos, y se derrumbó sofocada en la butaca. Charles fue a buscar un vaso de agua, y de vuelta, se encontró a Léon Dupuis, de quien Emma había estado enamorada en secreto. Su mundo volcó cuando Charles apareció con su viejo amor. No acudió a su cita. Jay Gatsby la esperó en vano. Al día siguiente decidió regresar a Nueva York. En realidad, echaba de menos a Daisy Buchanan.

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