¿De dónde vienen?

Abandonemos la histeria, España necesita de estos recién llegados como después de agostarse, los campos precisan de la primera lluvia del otoño.

De dónde vienen los políticos nos ha intrigado siempre. Tanto como al padre de Joaquín Sabina le intrigaba, en el lecho de muerte, saber de dónde venía el dinero de las Diputaciones. Cuando conocemos a un político profesional indagamos por el origen de su vocación de servicio público, de sacrificio, de renuncia. Para anular la idea adquirida del arribismo consustancial, es preciso escuchar una peripecia de pasión, entrega, ánimo renovador. El daño no viene de que hoy Luis Bárcenas sea un proscrito que atesora sus silencios como antes atesoraba mordidas de grandes empresas aspirantes a concurso...

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De dónde vienen los políticos nos ha intrigado siempre. Tanto como al padre de Joaquín Sabina le intrigaba, en el lecho de muerte, saber de dónde venía el dinero de las Diputaciones. Cuando conocemos a un político profesional indagamos por el origen de su vocación de servicio público, de sacrificio, de renuncia. Para anular la idea adquirida del arribismo consustancial, es preciso escuchar una peripecia de pasión, entrega, ánimo renovador. El daño no viene de que hoy Luis Bárcenas sea un proscrito que atesora sus silencios como antes atesoraba mordidas de grandes empresas aspirantes a concursos públicos, sino de sus dos abrumadoras mayorías de votos como senador ignoto por Cantabria.

Por eso suena tan interesada la histeria que se ha desatado al día después de formarse los nuevos Ayuntamientos. Es natural que muchos elegidos en las urnas provengan de la renovación espoleada por un clima de corrupción insostenible, que mancha desde las cadenas públicas de televisión hasta el reparto de causas judiciales, que ensucia el buen nombre de empresas y ciudades sin remedio a la vista. Esos nuevos políticos provienen de la lucha estudiantil, de movimientos radicales, de asambleas de barrio, de una heterodoxia internáutica que no nos debería asustar tanto, porque representa la normalidad, la agria y contradictoria vida real, esa que está pasando mientras la presidenta del Congreso juega a un comecocos en su tableta. Es satisfactorio que corrijan la actitud, que abandonen la grosera descalificación, ese error de llamar casta a lo que es su futuro profesional y esa falta de cálculo de creer fácil la gestión política cuando es compleja, adusta y frustrante.

Igual que muchos líderes políticos cambiaron España tras la clandestinidad, las simpatías con terrorismos y totalitarismos e incluso la participación activa en el franquismo, ahora es normal que otros se equivoquen, rectifiquen y hasta improvisen. A nadie le importaba que Aznar llegara a presidente después de renegar de la Constitución democrática en sus escritos. A todos les concedimos el derecho a cambiar, a ser juzgados por acción política conjugada en el presente de indicativo. El acto más antisistema hasta ahora ha consistido en esa dimisión de Rita Barberá para no ceder el poder de sus manos a un alcalde elegido o ese informe de nuestra Hacienda pública de grotesca videncia. Abandonemos la histeria, España necesita de estos recién llegados como después de agostarse, los campos precisan de la primera lluvia del otoño.

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