Editorial

Barbaridades reiteradas

El yihadismo más fanático exhibe su desprecio por la herencia cultural de la humanidad

Los yihadistas del Estado Islámico (EI) —o Daesh, denominación despectiva que los radicales consideran un insulto— han conseguido volver a sacudir a la opinión pública occidental a través de unas atroces escenas en Nínive en las que se destruyen con salvaje indiferencia milenarias piezas arqueológicas pertenecientes a la civilización asiria. En su estrategia de provocación constante, los ideólogos del Daesh han debido considerar que la opinión pública se va habituando a las brutales imágenes de hombres decapitados, quemados vivos, defenestrados o crucificados —de uno en uno o en grupo, con mon...

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Los yihadistas del Estado Islámico (EI) —o Daesh, denominación despectiva que los radicales consideran un insulto— han conseguido volver a sacudir a la opinión pública occidental a través de unas atroces escenas en Nínive en las que se destruyen con salvaje indiferencia milenarias piezas arqueológicas pertenecientes a la civilización asiria. En su estrategia de provocación constante, los ideólogos del Daesh han debido considerar que la opinión pública se va habituando a las brutales imágenes de hombres decapitados, quemados vivos, defenestrados o crucificados —de uno en uno o en grupo, con montaje cinematográfico o en imágenes sin editar— y ahora han difundido escenas en las que el espectáculo es el destrozo de un patrimonio cultural irrecuperable.

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El vídeo ha causado la natural consternación en cualquier persona con sentido común. Ese mismo sentido común —que diferencia a la persona civilizada de la que no lo es— nos hace establecer una jerarquía en las barbaridades que comete el Daesh. Los asesinatos, en primer lugar; las vejaciones y torturas, en segundo término; los millones de refugiados, después; y finalmente, los terribles estragos materiales. Es probable que el desprecio que los militantes del Daesh sienten por la vida humana les haya llevado a confundir este orden que tienen las sociedades, empezando por los musulmanes y los cristianos orientales, sus principales víctimas. Aunque dolorosa, la destrucción de una herencia común nunca superará en la escala de valores al horror de ver un hombre quemado en una jaula, un niño crucificado o un grupo de personas degolladas en fila junto al Mediterráneo.

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Por natural que resulte la reacción de responder con toda la fuerza posible a la brutalidad del Daesh, conviene recordar que esto es precisamente lo que el yihadismo pretende para poder justificar su discurso victimista, encubridor de las constantes violaciones de los derechos humanos.

Pero se pueden y se deben hacer otras cosas, como cortar completamente sus fuentes de financiación, perseguir sin tregua a los reclutadores que actúan en las democracias y adoptar todas las medidas necesarias —Francia acaba de retirar varios pasaportes— para evitar que ciudadanos occidentales engrosen sus filas. Y todo sin olvidar el apoyo sin fisuras a quienes les combaten sobre el terreno. El Daesh se equivoca si piensa que destruyendo figuras puede terminar con siglos de civilización.

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