Opinión

El temporal

En este trozo de siglo, 15 años apenas, ya habría para decir que el mundo no ha abandonado aún la Edad Media

El hielo es un espectáculo tan extraordinario que simboliza tanto el temporal como su contrario, pues la nieve, tan extendida y tan absoluta, tan blanca, puede ser el lecho de la vida y también el lecho de la muerte.

La nieve puede ser, pues, la alegría y la peste. Nosotros podemos estar en el lado de la alegría, esa zona caliente de la nieve, pero nos puede estar acechando, detrás de un muro falso, la tremenda barbarie de la peste.

La nieve es un muro pero es también una escultura que deshará el tiempo. Ahora en España hemos vivido, algunos con gloria, otros con congoja, la pres...

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El hielo es un espectáculo tan extraordinario que simboliza tanto el temporal como su contrario, pues la nieve, tan extendida y tan absoluta, tan blanca, puede ser el lecho de la vida y también el lecho de la muerte.

La nieve puede ser, pues, la alegría y la peste. Nosotros podemos estar en el lado de la alegría, esa zona caliente de la nieve, pero nos puede estar acechando, detrás de un muro falso, la tremenda barbarie de la peste.

La nieve es un muro pero es también una escultura que deshará el tiempo. Ahora en España hemos vivido, algunos con gloria, otros con congoja, la presencia del temporal como un aviso: siempre que cae la nieve, decía mi madre, nace El Niño; ella lo decía en mayúsculas.

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Cuando no había nieve, creía ella, no habría ni niño ni bienes; así que nos pasábamos el día, en invierno, mirando al Teide, buscando la evidencia de bondad y plenitud que ella predecía. O temiendo la sequía, el malhumor de la naturaleza que ni lloraba ni helaba: refunfuñaba.

A veces no había nieve, aunque aquella ilustre montaña estuviera nevada. No había ni bienes ni porvenir ni nada. En un tiempo aunque nevara no había porvenir, pues se produjo, durante años, la congoja pertinaz que proclamó la guerra y la esparció como una miseria que metió hacia adentro las caras y las casas. La guerra se vivió en los frentes, pero en esas retaguardias modestas muchísima gente vio empobrecida la existencia hasta extremos indecibles, así que daba igual que hubiera nieve en el Teide.

Ahora que veo nieve por doquier (en la Península, en Europa, en América) recuerdo aquellos copos modestos de la nieve en la isla como la metáfora del tamaño que entonces tenía la esperanza. Ahora hay nieve, y hay peste. Estuve viendo los Cuentos de la peste, la versión libre que Mario Vargas Llosa hizo del Decamerón, y que él mismo interpreta bajo la dirección de Joan Ollé en el Español. Ahí la peste es un símbolo del malestar, la crónica de un azote en el bajo vientre de una villa concreta de Florencia, donde los habitantes se cuentan a sí mismos historias que no son ciertas para levantarse el ánimo, para reírse precisamente del mal que los atosiga.

La peste es, como en Camus, una metáfora del tiempo, pues estamos fatalmente acechados por la muerte, en sus más diversas formas; en este siglo que llevamos detrás ha habido pestes sucesivas cuya memoria escalofriaría al hielo: matanzas en Madrid, en Londres, en Nueva York, en Bali, pistolas en la nuca, asesinatos medievales (¿medievales?) en los desiertos lejanos... En este trozo de siglo, 15 años apenas, ya habría para decir que el mundo no ha abandonado aún la Edad Media ni, por otra parte, ha dejado los modos que hicieron de la Inquisición lo que se pensó que era el más oscuro de los símbolos de la maldad del hombre en nombre de la fe que adoraban.

Ahora la fe es la nieve negra que alimenta las pasiones, como en otros tiempos fueron el patriotismo o, simplemente, la ignorancia de los merecimientos del otro para vivir o para tener la esperanza de vivir. Tiempo triste, apesadumbrado. La peste nos ha tomado por asalto y nosotros estamos tan contentos, contándonos cuentos, llenando de sudor y verbo las incrédulas mentes de la gente.

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