Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado

Quito: La cultura de las calles

Foto de Claude Meisch

La aparición del libro Los trajines callejeros. Memoria y vida cotidiana. Quito, siglos XIX-XX, de Eduardo Kingman y la hace muy poco desaparecida Blanca Muratorio (Flacso, Quito, 2014), nos invita a una reflexión a propósito de qué cabe entender por patrimonio cultural urbano. El libro habla de la vida ordinaria en las calles de la capital ecuatoriana, asuntos y personajes aparentemente sin relieve especial, pero que son quienes otorgan vida a los espacios colectivos de cualquier ciudad. ¿Es eso "patrimonio"? ¿Merece ser enaltecido, promocionado, protegido o simplemente amnistiado de un sistema económico que aniquila cualquier cosa que no sea rentable simbólica o económicamente?

Sabemos bien que los trabajos expertos sobre patrimonio, así como las iniciativas político-empresariales al respecto suelen atender elementos supuestamente idiosincrásicos que remiten a un pasado que se presume compartido por una cierta comunidad. Sean concentrados en museos o subrayados en su ubicación natural, se considera que esos materiales subrayados expresan elocuentemente cualidades colectivas que deben durar, rasgos de los que –se insinúa– depende la pervivencia misma del grupo que los exhibe como sus atributos.

Tenemos entonces que, de acuerdo con tal criterio, ciertos fragmentos de la forma urbana son enaltecidos y protegidos por su valor como testimonio de un pasado o de un presente tenidos por una especie de tesoro a preservar y ceder en herencia. Ciertos puntos de la trama de calles y plazas de una ciudad pueden aparecer resaltados en los mapas turísticos, indicando la presencia de edificaciones singulares, monumentos característicos o vías reputadas por su pintoresquismo. Barrios enteros pueden ser enaltecidos patrimonialmente por algún rasgo significativo que los hace dignos de ser tenidos en consideración. De hecho, se experimenta en los últimos tiempos una tendencia a monumentalizar centros urbanos completos y hay ciudades que han sido íntegramente tematizadas para hacer de ellas centros de atracción turística o inversora. Eso ocurre con todas las ciudades que aspiran a concurrir al actual mercado de ciudades. Por desgracia, también con Quito.

En todos esos casos, no es exactamente la calle y su actividad ordinaria lo que se reclama como patrimonio que habla de y por una determinada sociedad, sino más bien de elementos fuertes del paisaje urbano que se presume que pueden resumir una evocación, concretar una adscripción sentimental o convertirse en simples reclamos para crear oferta de ciudad. No se ha planteado, en cambio, la consideración en tanto que patrimonio social y cultural de la actividad que esos espacios conocen en tanto que tales, es decir en tanto que espacios de y para lo que no deberíamos en dudar a la hora de identificar como la quintaesencia de la vida social. En otras palabras, patrimonialmente hablando, las calles y las plazas no han sido valoradas más allá de su condición de fondo para un supuesto colorido local, no se han reconocido los valores positivos que residen en sus usos por parte de los practicantes de la vida pública, los individuos y los grupos –del paseante solitario a las grandes masas- que se apropian efímeramente de esos espacios para convertirlos en soporte de una determinada expresivididad.

Este libro quiere y consigue ser también una contribución con vistas a promover una idea de cultura popular lejos de los tópicos que la afectan. La cultura popular aparece aquí vinculada íntimamente con la vida urbana del día a día. La promoción de la cultura popular en tanto que patrimonio se presenta demasiadas veces como el de una esfera toda ella hecha de supervivencias y restos de naufragio, ligadas a conceptos no siempre claros de identidad y de enraizamiento y con connotaciones que parecen condenadas muchas veces de antemano al peor de los esencialismos. En cambio, no se tiene demasiado en cuenta que el estudio –y el elogio– de la cultura popular lo es sobre todo de la cultura viva, la cultura producida por la gente misma a partir de sus experiencias cotidianas, una cultura, en definitiva, que es ante todo cultura de y en la calle. La cultura de las calles deviene recordatorio de que los miembros de la sociedad son capaces de generar cultura, en su vida diaria, constantemente y, literamente, a ras de suelo.

La calle conoce los aspectos más efervescentes de la vida de una sociedad y, por ello, también los más creativos y más fecundos. Parafraseando a Gabriel Tarde, diríamos que la actividad en la calle es la prueba de hasta qué punto una sociedad urbana se nutre de lo que la altera. Reclamar como patrimonio de una sociedad los espacios compartidos por los que se desparrama es recordar que el tesoro de un colectivo humano no es tanto lo que ha sido capaz de producir sino la virtualidad de sus energías, su incapacidad para detenerse, su feliz condena a seguir viviendo.

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