Opinión

Perder las amistades

Me produce desasosiego que lo de Cataluña haya llegado a un punto de no retorno

En medio de la noche sonó el teléfono. Como estábamos en Nueva York fui hacia él con el temor de escuchar una mala noticia. Al entrar en la cocina reconocí la voz que dejaba un mensaje, familiar para mí, quizá para ustedes, porque era la de un viejo compañero de Radio Nacional. Qué extraño que su voz poblara de pronto la densa oscuridad del apartamento pidiéndonos ayuda y consuelo. A nuestro amigo Javier, que pasaba unos días en la ciudad, le había doblado un cólico nefrítico. Era aún de madrugada cuando entramos en la parte trasera de la ambulancia, mi marido y yo flanqueándole, como escoltas...

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En medio de la noche sonó el teléfono. Como estábamos en Nueva York fui hacia él con el temor de escuchar una mala noticia. Al entrar en la cocina reconocí la voz que dejaba un mensaje, familiar para mí, quizá para ustedes, porque era la de un viejo compañero de Radio Nacional. Qué extraño que su voz poblara de pronto la densa oscuridad del apartamento pidiéndonos ayuda y consuelo. A nuestro amigo Javier, que pasaba unos días en la ciudad, le había doblado un cólico nefrítico. Era aún de madrugada cuando entramos en la parte trasera de la ambulancia, mi marido y yo flanqueándole, como escoltas o como si estuviéramos detenidos, porque la enfermera nos dejó unidos y atados con un mismo cinturón. Fue toda una experiencia viajar por la ciudad saltándonos legalmente los semáforos. El enfermo se retorcía de dolor pero, al no correr peligro, disfrutamos como niños viendo por la ventanilla trasera sucederse las calles. También pensé, dada como soy a la truculencia, que si alguna vez me tocaba ir de protagonista en una camilla preferiría no cruzar las avenidas neoyorquinas sino la muy familiar Doctor Esquerdo, de camino al Marañón, por poner el ejemplo más recurrente en mi vida.

La patria es donde te atienden sin tener que entrar en el hospital con la tarjeta de crédito en la boca

Y es que no han sido pocas las veces en que viviendo fuera de mi ciudad he rumiado sobre qué era eso de la patria, por aquello de sentir de pronto añoranza de cosas concretas o encontrarme vulnerable. La patria es el sitio al que quieres volver si estás débil. Lo sé porque así lo he vivido. A la patria quieres regresar si estás enfermo; la patria es donde te atienden sin tener que entrar en el hospital con la tarjeta de crédito en la boca (esto se entiende si pasas un tiempo en Estados Unidos); la patria es donde tienes más amigos a los que recurrir; la patria es el lugar que contiene recuerdos de tu infancia; la patria es donde estudiaste el bachillerato. Mi padre solía decir que el patriotismo se demuestra en la declaración de Hacienda. La patria es, pues, el sitio donde además de recibir, das.

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Con la interminable historia del referéndum catalán hay muchos columnistas que manifestándose en contra de la separación comienzan advirtiendo que no conciben patriotismo alguno. Sospecho que en esto todos andamos con pies de plomo, y tenemos que comenzar diciendo que por no sentir no nos sentimos ni españoles. Para que no se diga. Yo no decidí dónde nací, de hecho, dada la biografía nómada de mi familia, vine a nacer en un lugar precioso, pero podía haberme tocado otro, y fui educada en la idea de que hay que tratar de amoldarse al lugar en el que se vive, no permitiendo que la nostalgia te impida disfrutar del espectáculo de la novedad, que es el que verdaderamente nos hace crecer. Pero aun así, yo sí que tengo patria. Mi patria es ese país que nombro cuando en el extranjero me preguntan de dónde soy. Lo nombro con naturalidad y convencimiento, es lo que marca mi historia familiar, es una verdad no agresiva, es una evidencia carente de orgullo, y contiene elementos, como la forma de moverse, de expresarse y de pensar que saltan a la vista aunque uno mismo no las perciba. Soy española. Sin dramatismos, oiga. Y soy de las que creían que existían tantas formas de serlo como españoles hay, por eso me produce un enorme desasosiego lo que ocurre en Cataluña, que parece haber llegado a un punto de no retorno.

Dicen que si hay una situación que el ser humano no puede soportar es la de rechazo

Se viene apelando a unos sentimientos de patria que no reconozco en mi catálogo sentimental, es decir, no experimento tan vehemente intensidad, no necesito distinguir mi nación de otras ni mantenerla en estado puro, no contaminada. Más bien trato de mantener distancia de la exaltación patriótica por cuanto la exhibición de banderas me hace pensar siempre en aquellos que se quedan fuera de los colores que se agitan. Pero tengo un corazón, por supuesto que lo tengo, un corazón que no late sólo a ritmo de racionalidad, que se encoge ante la demostración unánime de pasiones colectivas y que se resiente ante el rechazo. Dicen que si hay una situación que el ser humano no puede soportar es la de rechazo.

En toda la retórica sentimental en torno al asunto catalán se ha teorizado ampliamente sobre el cariño que debíamos demostrarle a Cataluña, o sobre la falta de cariño que los catalanes experimentaban. A mí siempre me ha parecido un argumento similar al que se emplea con un adolescente: si se comporta de manera esquiva es porque quiere que le queramos más. Pero, por una vez, sobre todo llegados a este extremo, deberíamos poder mostrar, aquellos que no somos catalanes pero tampoco seguidores de un españolismo reaccionario, deberíamos, repito, desnudar nuestro corazón: ¡también lo tenemos en el lado correcto! Ese corazón que, al escuchar de pronto a un amigo catalán que desea la independencia, se queda acongojado. Puede que tal vez ese amigo, acostumbrado a creer que cualquiera que contradiga sus aspiraciones es un reaccionario, no caiga en la cuenta de una razón que aun siendo esencial se le escapa, y es que defendiendo una frontera no se van a quebrar sólo los lazos políticos en abstracto. Hay algo más real en todo esto. Lo esencial aquí, además de las consecuencias económicas para las dos partes, es que lo que se podrían perder son las amistades. Y eso, ¿a nadie le importa? 

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