Cartas al director

El tren de la vida

Veo la grabación muchas veces, tantas como las cadenas de televisión la reproducen. Veo ese tren que, al tomar la curva de A Grandeira, se transforma en una sierpe maligna, un monstruo que reniega de circular sobre sus carriles y se rebela contra el muro que marca la frontera entre su territorio y el del vecindario de Angrois. Veo ese tren que rompe las pantallas de los televisores y se nos clava en el pecho como un obús de infortunio. Lo veo, me quiero apartar, pero me atropella y me deja el corazón a media asta.

Soy afectivamente ferroviaria. Para mí los trenes son criaturas hechas de...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Veo la grabación muchas veces, tantas como las cadenas de televisión la reproducen. Veo ese tren que, al tomar la curva de A Grandeira, se transforma en una sierpe maligna, un monstruo que reniega de circular sobre sus carriles y se rebela contra el muro que marca la frontera entre su territorio y el del vecindario de Angrois. Veo ese tren que rompe las pantallas de los televisores y se nos clava en el pecho como un obús de infortunio. Lo veo, me quiero apartar, pero me atropella y me deja el corazón a media asta.

Soy afectivamente ferroviaria. Para mí los trenes son criaturas hechas de kilómetros y paisajes de poesía y misterio. Cuando los veo pasar, saludo a maquinistas y a viajeros, porque los trenes siempre confirman la sociabilidad del ser humano con un pitido y una mano que corresponde desde una ventanilla. Amo las epopeyas de bielas y traviesas, los viajes de mi infancia de tebeos, desgranando estaciones en un compartimento, esos trayectos amables en los que el miedo se desvanecía al salir del túnel. Por eso me gusta leer y escribir historias de trenes, convertir las frases en raíles y los párrafos en casillas y apeaderos. Pero ese deleite se trunca cuando veo ese Alvia convertido en dragón de pesadilla. Le veo quebrar sus articulaciones, vomitar fuego. Le veo como un mercenario de la muerte que supiera que donde terminaba la recta se encontraba la guadaña a la que ofrendar proyectos y posibilidades y congelar esos tesoros allí, a pie de vía, con un hielo que extendió su mordedura a cuantos aguardaban en un andén ya sin reloj, aferrados a marcar un número de teléfono que sonaba en color negro.

Pero, invisible a la cámara que captó los últimos metros del tren de la catástrofe, surgió otro tren más humilde, pero también potente y veloz: era el tren de la vida, el tren de esos vecinos que, ante la emergencia, hicieron de sus manos garfios y mazos para luchar contra la maraña de hierros y dedicaron lo mejor de su improvisación para confortar a los heridos. Son esos ciudadanos anónimos, meigas y bardos con ropa de andar por casa, quienes mezclando sus lágrimas con una energía que no reconocían como propia, con pulso firme y tembloroso a la vez, plantaron sobre la desgracia la flor de la solidaridad.— Victoria Trigo Bello. Escritora. Zaragoza.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

En el artículo Rutina a 200 por hora del pasado martes se recoge el testimonio de varios compañeros de Garzón que afirman que la ruta entre Ourense y Santiago “incluye 31 túneles y 38 viaductos en solo 87 kilómetros”. Un poco más adelante, un maquinista añade que “hubo un informe de jefes de maquinistas de Ourense que recomendaba cambiar la señalización (...) aconsejaban que los semáforos que hay dos kilómetros antes recibieran el tren en naranja, anuncio de parada, en lugar de entrar en vía libre”.

A la vista de estos datos, ¿es razonable seguir achacando el accidente a un “despiste” del señor Garzón? ¿De verdad creen los responsables de Renfe que es razonable que la seguridad de los pasajeros en ese complicado tramo dependa única y exclusivamente de que el maquinista lleve bien la cuenta de los 31 túneles y 38 viaductos que un tren a 200 km/h atraviesa en menos de media hora?— Mónica Faerna. Madrid.

La sucesión de noticias relacionadas con el accidente de tren de Santiago de Compostela está dejando un palimpsesto de reflexiones que trascienden el suceso y nos hablan de los claroscuros de nuestra sociedad. El principal responsable asumió su culpa instantáneamente, aún sangrante y atrapado en su cabina, según llamaba al gestor ferroviario. Consciente de la carga de su error, abatido y herido, aún procedió a ayudar en el rescate de algunos pasajeros supervivientes. En ningún momento posterior rehuyó su responsabilidad ante vecinos que le ayudaron, policía, juez y fiscal. Incluso ocultó ante el juez un posible atenuante (la llamada profesional recibida que coadyuvó al desenlace) para no inculpar a ningún compañero más.

En contraste con su actuación, Adif y Renfe no consideraron desde el principio ni un atisbo de autocrítica y corresponsabilidad, como tampoco lo han hecho antes los responsables institucionales y empresariales de la severísima crisis que está afectando y dañando a la población española. Hay claros indicios de que aunque no hubiese responsabilidad civil de Renfe o Adif sobre las condiciones de señalización, esta era en todo mejorable en este tramo peligroso y con antecedentes.

Es paradójico que un maquinista, en el momento más difícil de su vida y ante su mayor error, esté dando una lección de ética y responsabilidad a la sociedad asumiendo su carga. Algo está fallando cuando las élites que deben guiar con su ejemplo y buen gobierno quedan a la altura del betún al ser comparadas con humildes ciudadanos en las situaciones más difíciles.— Juan Vázquez Navarro. Madrid.

Archivado En